Guerreros y Magos: el arte de los temidos druidas celtas
Al poner pie en la isla de Anglesey, en el año 61 d. C., los invasores romanos se sintieron súbitamente paralizados, incapaces de defenderse de los asaltos y maldiciones que conformaban la contraofensiva de sus rivales: los druidas celtas allí atrincherados junto a sus huestes.
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La realidad de la singular clase sacerdotal de los druidas –característica pero no exclusiva del mundo celta– queda bien lejos del mito popular de los místicos ancianos barbados, ataviados con blancas túnicas, afanados en misteriosos rituales en lo más profundo de los bosques. Los druidas celtas eran parte integral de la aristocracia de las sociedades celtas, de cuyas mismas filas emanaban en calidad de élite intelectual, garante del derecho, las tradiciones, la historia y la memoria de sus comunidades, consejeros de alto nivel, diplomáticos y, por supuesto, especialistas de lo espiritual –función esta última que incorporaba lo que hoy entenderíamos como “magia”–. Así, al igual que sus pares de la nobleza, las armas no solo no les estaban vedadas, sino que formaban parte integral de su idiosincrasia. El mismo Vezinas, sumo sacerdote, sucesor designado y hermano del rey dacio Decébalo, druida por sus características y las marcadas influencias celtas de la cultura geto-dacia, dirigió al ejército dacio en la primera batalla de Tapae (88 d. C.)… sin mucha fortuna, pero lo hizo.
Los mitos y leyendas celtas son, incluso, más explícitos que las fuentes clásicas grecolatinas: a través de las mismas nos llegan las hazañas de Cathbad, druida de su propio hijo, el rey Conchobar, comandante de una temida fuerza de mercenarios. Otro druida legendario, Mog Ruith, es descrito en el Asedio de Drium Damghaire como un guerrero formidable, equipado para el combate con lo mejor de la panoplia de su tiempo –muchos de cuyos detalles coinciden con la panoplia de la cultura de La Tène–. La propia maestra en el arte de la guerra del afamado héroe del Ulster Cú Chulainn, Scáthach, era también una druidesa, lo que no le impidió dirigir una verdadera “academia militar” y acaudillar, mano a mano con su pupilo, una expedición militar contra un señorío vecino.
No cabe duda de que los mismos dioses de los celtas irlandeses, los Tuatha Dé Dannan, poseedores todos de atributos y funciones druídicas –y, por lo tanto, ellos mismos druidas y druidesas–, eran asimismo guerreros. Baste con señalar que todos ellos toman parte en la Segunda batalla de Mag Tured, que les llevó a enfrentarse al ejército de los míticos fomorios, arribados a Irlanda para sustentar las pretensiones al trono de la misma por el ilegítimo rey Bres. Entre todos ellos llama la atención el polifacético dios Lug, quien aúna en su persona todas las artes y habilidades, tanto druídicas como no, así como Dagda, dios-druida por excelencia.
Como vemos el druida, como cualquier otro noble celta, podía –y, según época y lugar, debía– ser diestro en el uso del formidable armamento propio de La Tène, ser capaz de combatir codo con codo con sus iguales empleando las elaboradas tácticas de batalla que los ejércitos celtas podían desplegar, así como de desplegar el amplio abanico de estrategias a su disposición en calidad de comandante.
Mas estos aristócratas tenían un arma de la que sus iguales carecían, temían y de la que solo podían aspirar a ser víctimas o beneficiarios. Ministros de lo espiritual y sobrenatural, de los druidas también se esperaba el uso de la magia para proteger y matar. Desde grabados que guardaban una espada y a su portador, pasando por el empleo de música –¡el estridente carnyx!– y cantos como arma psicológica –y mágica–, hasta el empleo de rituales con el fin de despertar fuerzas sobrehumanas o apropiarse del poder de enemigos vencidos o antepasados victoriosos: el arsenal ritual celta –como el de cualquier sociedad preindustrial– podía llegar a ser verdaderamente aterrador… y efectivo. Baste como ejemplo que, según el historiador romano Tácito, los curtidos legionarios de Suetonio Paulino se vieron paralizados e incapaces de luchar bajo las imprecaciones de los druidas que se les oponían. ¿Fueron acaso víctimas de un glam dicinn, esa maldición extremadamente poderosa y eminentemente druídica que, según la tradición celta irlandesa, tenía la capacidad de anular y matar a la víctima o de empujarla, de pura vergüenza, a la misma muerte?
De lo que no cabe duda es de que, ya fuera con la espada o con su ministerio de lo sacro-mágico –y lo ideológico–, los druidas dejaron también su particular huella en los campos de batalla de la Europa celta y más allá de la misma, codo con codo con una aristocracia militarizada que fue pesadilla del Mediterráneo durante siglos.
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