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Historia

La historia de Teddy Roosevelt y la primera batalla filmada

Fue en Cuba, en 1898, cuando reclutó a los «Rough Riders» y se trasladó a la retaguardia de la colina de San Juan, batalla donde se rodó un mediometraje de treinta minutos

Theodore Roosevelt y sus hombres en la colina de San Juan Library of Congress

Cuando nací mi mamá dijo: «Hemos tenido un Teddy». Mi padre quiso llamarme Filadelfio o Pensilvanio para parecer más americano. Trataba de disimular su origen holandés, pero vestir los domingos con traje naranja y zuecos de madera no ayudaba mucho. Al final ganó mi madre porque amenazó con tener otro hijo inmediatamente. Me quedé con Teddy. Así somos los Roosevelt.

La verdad es que, salvo por el asma, fui un niño feliz. A los nueve años me encontré una foca muerta en Manhattan, mi barrio. No lo dudé un segundo. Le corté la cabeza y abrí mi propio museo de historia natural. Nadie quería venir a verla, así que me inicié en la taxidermia para disecar perros y gatos. La nueva exposición tampoco gustó. Mi hermana Anna se enfadó, la muy roñosa, al ver a su gato Rodolfo tieso, sobre un tronco, con un cartel que ponía «Minino común». Se chivó a mamá y le dijo que cualquier día les disecaría a ellos.

Hubo bronca, así que mi padre me llevó a un campamento para chicos a ver si me hacía un hombre. Aquello era un asco. En cuanto llegué me pegué con dos chicos. El resultado fue un ojo morado y un diente menos, pero cogí un entrenador de boxeo que me enseñó a zurrar. Luego fui vaquero, policía y explorador en la misteriosa África, siempre acompañado por mi sirviente negro, claro. Bueno, que me enrollo. No quería contar esto, sino que protagonicé la primera filmación documental de una batalla. Fue en Cuba, en 1898.

Me enteré por la prensa. Resulta que el almirante Dewey había derrotado a los españoles en Manila sin esfuerzo un 1 de mayo. Era glorioso ver a la civilización del siglo XIX quitar de enmedio el medievalismo del siglo XIV. Los españoles, muy orgullosos y tal pero no resistieron nada. La única víctima americana fue un blandengue que sufrió un ataque al corazón.

Leí la crónica con envidia. Yo quería también mi aventura. Me veía allí, entre el humo de la pólvora negra y la sangre del enemigo. Sí, yo, Teddy, cual majestuoso Alejandro Magno, erguido en una montaña de cadáveres sujetando la bandera y el sable americano. En cuanto McKinley pidió voluntarios para la guerra del Caribe me presenté. Tuve enchufe porque, ejem, era el secretario de Marina. Recluté a los más bestias que encontré y los llamé «Rough Riders» (Jinetes salvajes), aunque se apuntaron algunos nativos americanos, gente sin valía, como todo el mundo sabe. Ordené a mi sirviente que me hiciera el equipaje. No podían faltar mi revólver sacado de los restos del «Maine», el buque que los españoles cobardemente hundieron, y un ejemplar del libro de Edmond Demolins, «La superioridad anglosajona». Sé que es una obviedad que la raza blanca, la mía, la del norte, es superior a las del sur, pero es mi libro de cabecera.

[[H2:«¡Corten!»]]

Desembarcamos en Daiquiri. Accedí porque un sargento se puso muy pesado. «Que sí, Teddy, créeme, que hacen unos combinados geniales, venga, please». La verdad es que tenía razón pero llegamos a Santiago de Cuba con resaca. Quizá por eso nos pusieron en la retaguardia frente a la colina de San Juan. Arriba había un fuerte con soldados españoles y no hacíamos nada. La gloria nos esperaba y yo allí, detrás, mirando la batalla entre las cabezas de mis compañeros. Me planté ante el general Shafter, que pesaba 136 kilos. Iba sentado en una silla amarrada a dos vigas que llevaban cuatro soldados en volandas. Los detuve. «¡Quiero morir! ¡Lo exijo!», le dije. «Usted mismo. Sírvase», contestó con su voz de pito señalando la loma. Salté sobre mi caballo y comenzó mi hora más intensa. «¡Seguidme!», grité a mis riders, y emprendí la subida. A medio camino, y cuando las balas de los mauser españoles empezaron a silbar, miré atrás. Me había quedado solo. Volví y les arengué: «¡Hijos de mala madre! ¡Escoria! ¡Zopencos!», y como no se movían usé más retórica: «¡Bachibuzuk! ¡Cercopitecos! ¡Ectoplasmas!».

Fueron a regañadientes. Que si las botas me aprietan. Que si me he dejado las alubias en el fuego. Pero en cuanto vieron que Blackton y Smith nos iban a filmar se decidieron. Miraban mucho a la cámara, parados, como si fuera a salir el pajarito. Blackton se cabreó. Gritó un «¡Corten!» que le desencajó la mandíbula. Nos dio instrucciones. Yo tenía que decir «¡Carguen!» con mi sable en dirección al fuerte, y la tropa seguirme agachada. Salió bien evidentemente porque soy un héroe. El héroe del 1 de julio de 1898. Luego Blackton y Smith montaron un mediometraje de treinta minutos titulado «Luchando con nuestros chicos en Cuba». La echaron en algunos teatros. Ah, tres años después fui elegido presidente de EEUU, pero esa es otra historia.

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