Segunda Guerra Mundial

La increíble historia de Martha Gellhorn, la única mujer que estuvo en el desembarco de Normandía el Día D a la Hora H

Para llegar hasta el continente, Martha Gellhorn tuvo que ocultarse como polizón a bordo de un buque hospital. Después de bastantes peripecias consiguió pisar Francia haciéndose pasar por un camillero

Soldados americanos a punto de desembarcar en Normandía / Foto: La Razón
Soldados americanos a punto de desembarcar en Normandía / Foto: La Razónlarazon

Martha Gellhorn nació en San Luis el 8 de noviembre de 1908 y murió en Londres el 15 de febrero de 1998. Que fuera hija del primer ginecólogo de la ciudad del Estado de Misuri que atendió a pacientes negras y de la sufragista Edna Fischel, fundadora de la liga de mujeres votantes, configuró, sin ninguna duda, su carácter indómito. Nunca se detuvo ante nada ni ante nadie que pretendiera apartarla de su propósito de contar la verdad, la razón por la que consideraba que estaba en este mundo.

Tal vez porque, con ocho años, Martha Gellhorn ya formó parte, junto con su madre, del llamado «Callejón del oro», una manifestación en la que unas 7.000 mujeres con sombrillas y fajines amarillos se colocaron a ambos lados de la carretera que conducía al coliseo de San Luis mientras se celebraba allí la convención del partido demócrata. El objetivo de esa vistosa puesta en escena fue nada menos que protestar porque no se las tenía en cuenta en los comicios. Era 1916. En agosto de 1920 se aprobó la ley que permitía, por fin, la participación femenina en las elecciones. Tal vez Martha interiorizó entonces el adagio que dice que «la perseverancia todo lo conquista».

Durante su larga carrera de casi siete décadas, Martha Gellhorn fue censurada varias veces y hasta acusada de antipatriota. Así se la tildó, a pesar de que sus continuos trabajos lo desmentían. Por ejemplo, fue quien mejor reflejó, en el ámbito periodístico, los estragos que produjo en tantos millones de personas desposeídas de todo el hundimiento de la economía en 1929. Lo contó en una serie de artículos que se publicaron en Francia con el título de «Détresse américaine» («La angustia americana»). En sus páginas habitan quienes, a duras penas, sobrevivían a una miseria que parecía no tener fin.

Después estuvo en varios conflictos en los que pudo ver que, al contrario de lo sucedido con la población de su país, que moría lentamente de hambre o enfermedad, en las guerras la vida se extinguía de forma veloz, mediante una rapidez mecánica y alumbrada por múltiples fogonazos: las luces homicidas que constituían el adiós de tantos de este mundo.

A la contienda de China la envió «Collier’s», la revista dirigida por las mismas personas que después le negaron la acreditación para que viajara a Inglaterra y a Francia durante el penúltimo año de la Segunda Guerra Mundial. Estuvo en los conflictos de Finlandia, Singapur, Birmania y España. Por eso, después de tanta tragedia vivida, Martha Gellhorn se negó a entender que el alto mando aliado la prohibiera ir a Normandía como corresponsal por el solo hecho de ser mujer.

No se planteó desistir en ningún momento. «Adelante, siempre adelante» era uno de sus lemas. El escritor Roald Dahl (el mismo Roald Dahl que veinte años después publicó «Charlie y la fábrica de chocolate», por aquel entonces agregado aéreo de la Embajada británica en Washington y amigo de Martha) le impidió tomar un vuelo a Londres y, por ese motivo, tuvo que atravesar el Atlántico a bordo de un carguero noruego donde fue la única pasajera durante toda la travesía. Una vez en las islas, se trasladó a Dover y de allí, cuando la mayor operación naval de la historia se puso en marcha, a uno de los lugares de embarque de las lanchas, posiblemente, Weymouth.

Los ojos de América

A través de sus ojos, «los ojos de América» era el nombre que ella misma se daba, contribuyó a que se visibilizara el papel de las mujeres en la contienda mundial. Entrevistó a todas aquellas que no salían nunca en las fotografías a pesar de que su labor era fundamental en el ejército: enfermeras, matemáticas, criptoanalistas, cartógrafas, encargadas del servicio postal y muchas otras que desempeñaron roles cruciales, entre ellas, sus compañeras, las otras corresponsales.

Para llegar hasta el continente, Martha Gellhorn, de nuevo, tuvo que ocultarse, desdibujarse... cruzó el Canal de La Mancha como polizón a bordo de un buque hospital. Después de bastantes peripecias consiguió pisar la arena normanda haciéndose pasar por un camillero en medio del fuego cruzado de aquel amanecer tan gris del 6 de junio de 1944.

Se jugó la vida en la costa norte de Francia con el propósito de contarles a sus conciudadanos lo que sucedía allí con sus hijos, nietos, sobrinos, amigos, maridos, novios... Cerca de la orilla observó lo que perdieron los soldados durante su avance o cuando saltaron por el aire alcanzados por los disparos de los artilleros alemanes: paquetes de cigarrillos, biblias, libretas, cepillos de dientes, cuchillas de afeitar, espejos, cartas y muchas fotos. Retratos de personas y familias enteras que se encontraban muy lejos de allí, aunque parecían observar esa escena infernal desde la arena de Omaha antes de que la inmensa lágrima del mar se los tragara, de igual manera que sucedió con aquellos a quienes habían pertenecido. La periodista recorrió aquella playa de acero sin saber aún que sus pasos serían invisibles en la inmensa telaraña de la Historia. Estuvo en la primera línea de fuego para escribir las primeras líneas de fuego de su texto. Quería que su crónica del desembarco fuese la primera que llegara a América, y lo consiguió, pero no sirvió de nada porque se negaron a publicarla. Solo apareció un tiempo después, bastante mutilada, además, y cuando ya no interesaba, despojada de inmediatez, de latido.

También atravesó a pie Los Pirineos por un lugar que, para mí al menos, no podía ser otro que Canfranc, en el confín de la provincia de Huesca. Rescatar de la niebla del tiempo a una reportera también tiene algo de acción bélica, como si se la sacara de los pozos de olvido que crea la historia, demasiadas veces canalizadas sus aguas a conveniencia.

Martha entre las sombras, borrada, tachada, ninguneada, ignorada como la voz que clama en el desierto, no quería convertirse en una nota a pie de página de la vida de alguien (no se refería con esta expresión a un «alguien genérico», sino a quien fue su marido apenas cinco años, Ernest Hemingway, dicho sea entre paréntesis). La puntuación que ella le otorgó a esta relación en su intenso devenir vital.

Martha Gellhorn, la periodista que no pudo ser más humana, hablaba del oficio de escribir con una gráfica expresión, decía que consistía en «masticar mucho cemento». Es imposible no identificarse con ella y, también, resistirse a la pulsión de contar historias intencionadamente silenciadas. No deja de ser un acto de justicia, aunque sea, tan solo, poética.

El 6 de junio de 2044, cuando se conmemore que han pasado cien años de la que fue la mayor invasión anfibia y aerotransportada de la historia militar, se abrirá una cápsula de tiempo enterrada allí mismo, frente a la sangrienta Omaha, en el cementerio estadounidense de Colleville-sur-Mer. Esta urna contiene una carta inédita de Eisenhower a las generaciones futuras e informaciones secretas en torno al Día D, depositadas allí por algunos testigos de la invasión. Entre estos papeles tampoco estará la crónica por la que Martha Gellhorn se jugó la vida. La reportera, tras más de una docena de guerras más –con ochenta y un años de edad cubrió la invasión de Panamá por los Estados Unidos–, pasó sus últimos años retirada en Londres. Al atardecer recibía en su casa de estilo eduardiano a sus numerosos amigos que, decía, le llevaban noticias del mundo, como si considerara que ya no estaba aquí y su sofá fuera un islote en medio del mar. Vestía siempre de rojo y mezclaba a partes iguales el inglés británico y el americano. A los noventa años, ya muy enferma, se quitó la vida ingiriendo una píldora de cianuro. En las instrucciones que dejó para sus exequias pidió que lanzaran sus cenizas al Támesis, cerca del Tower «bridge», porque tenía la intención –incorpórea– de seguir viajando.

Ahora, en las playas de Normandía se intercalan partículas brillantes, son los restos de las miles de toneladas de metralla que la acción del tiempo ha triturado en ese inmenso reloj de arena roto sobre estas costas durante aquellos días tan largos de hace ochenta años.