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El intento de chantaje pornográfico a Sukarno

En un intento de desacreditar al presidente de Indonesia, los soviéticos reprodujeron un vídeo e imágenes comprometedoras que, sin embargo, no dieron resultado
A la derecha, Sukarno, acompañado de su mujer y del ministro chino Zhou Enlai
A la derecha, Sukarno, acompañado de su mujer y del ministro chino Zhou EnlaiAP

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«Tenemos una cinta de vídeo mostrando al presidente Sukarno manteniendo relaciones sexuales con prostitutas», anunció el agente del KGB. «¡Al jefe le va a encantar! ¡Vamos a chantajear a Sukarno!», gritó uno quitándose la gafas de sol que dan en el kit de espionaje del Kremlin. «Esa autocracia que en Indonesia finge elecciones y parlamentarismo debe ser nuestra, y con este vídeo porno vamos a tener a Sukarno comiendo de nuestra soviética garra», dijo el nuevo, un tal Vladimir, escaso de pelo, rubio, cruel, que aspiraba a convertirse en dictador, pero no se llamaba Putin.
Era el 8 de mayo de 1959. Sukarno había viajado el día anterior en un Ilyushin Il-18, un avión civil adaptado para un trayecto de lujo. La visita a Moscú no era cualquier cosa. Había que pedir más dinero para su Indonesia. Ser un sátrapa sale carísimo. Acababa de inaugurar una forma de gobierno inédita en el mundo. La había llamado «democracia guiada». Era una dictadura encubierta que servía para agradar a China, a la URSS e incluso a EEUU, porque Eisenhower, el presidente yanqui, se negaba a visitar Indonesia pero tampoco quería enemistarse con un país emergente en el avispero asiático. Además, el Partido Comunista de Indonesia daba mucho la lata. Siempre armados, siempre amenazando, siempre molestando al Ejército y a los islamistas. «Esto solo se arregla con pasta, comprando a los dirigentes», pensó Sukarno.
Una azafata rusa del Ilyushin sacó al indonesio de su ensimismamiento mientras sobrevolaban Kazajistán camino a Moscú. «¿Una copa, ilustrísimo líder mundial?», preguntó. «¿Por qué no? –contestó–. Pero que no sea jamu, con la dichosa cúrcuma, que me tiene hasta el songkok, vamos, el gorro». La chica se tronchó de risa para sorpresa del indonesio. A las carcajadas acudieron otras cuatro mozas ataviadas con el uniforme de la aerolínea soviética. Sukarno no le hacía ascos a los tríos, cuartetos o lo que fuera menester. Se arrellanó en la butaca y sacó su guion para ligar. «¿Sabéis de dónde viene mi nombre?», preguntó mientras las chicas se sentaban a su alrededor. «Mi padre –empezó– lo tomó de un héroe de la epopeya Mahabharata». «¿Ha dicho ‘‘maja barata’’, excelencia cósmica?», preguntó una de las presuntas azafatas. «Sí, eso –continuó–. Karna era el más fuerte y viril, siempre rodeado de bellas mujeres, como yo ahora». Todas rieron tal y como estaba programado. «Sí, jaja, y le puso por delante la palabra ‘‘Su’’, que significa ‘‘Bueno’’. Así que soy el ‘‘Buen-Karna’’, como podéis ver». Y todas volvieron a reír a coro.
[[H2:«Amor inmobiliario»]]
«¿Estáis casado, mi grandiosidad asiática?», preguntó una rusa acercando otro vaso de vodka al indonesio. «Te diré dos cosas –respondió tras un buen trago–. La primera, que no estoy casado. Y la segunda, que mis esposas me están esperando en casa». Las jóvenes soviéticas volvieron a partirse el zhopa, que es «culo» en ruso. Las tenía en el bote, pero esta vez nada de pasar por el altar. En 1920 se enamoró de la hija de su casero y se casó. Es cierto que el alquiler le salió más barato, pero no le compensaba. A los tres años se volvió a casar, esta vez con la esposa del dueño de la pensión en la que vivía. Sukarno llamaba a eso «amor inmobiliario». Tuvo con ella cinco hijos, pero como hacían mucho ruido en casa se divorció. Al echar de menos a los niños se casó con una adolescente, y luego con una japonesa. Un día pensó: «Mira, esto de los divorcios es un rollo. Bah, es más fácil cambiar de fe que rellenar papeles». Fue así que se hizo musulmán para ser polígamo.
En esto llegó al aeropuerto de Moscú, y un soldado con gorra de plato y pistola de cuchara, le pidió el carné. «Tome», dijo Sukarno. «Ya veo –dijo el soviético–. Indonesio. Profesión… Líder del Tercer Mundo». Los dos se miraron. «Sí, ¿qué pasa?», contestó su excelsitud. «A ver, señor indonesio, ese puesto ya está pillado», dijo el fiel servidor señalando el retrato de Nikita Serguéievich Jrushchov, el sucesor de Stalin. «Esta guerra fría se puede poner caliente en cualquier momento con tanta insolencia, joven», informó Sukarno alzando la nariz. En ese momento aparecieron las alegres azafatas, le cogieron del brazo y se lo llevaron a un hotel. Allí, vigilados por dos cámaras soviéticas, grabaron el episodio piloto de «Emmanuelle asiática». A la mañana siguiente, Sukarno desayunó una bandeja de huevos revueltos y medio litro de café. Había que reponer fuerzas antes de la reunión. «Acompáñenos, magnificencia terrenal», dijo un tipo con pinta de agente. Le sentaron ante una mesa y proyectaron las escenas de sexo de Sukarno con las supuestas azafatas. Al terminar, el indonesio aplaudió y pidió unas copias de la película para regalárselas a sus colegas. El chantaje no había funcionado.

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