La leyenda de los siete infantes de Lara
Fueron traicionados por su tío y vengados después por su hermanastro. La historia, basada en un poema, responde a una vieja estructura habitual en los mitos
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De entre los muchos grupos de siete de la narrativa popular uno de los más recordados que atañen a la España mítica es el de los Siete Infantes de Lara, a los que dejamos la semana pasada siendo víctimas de una traición por parte de su tío Ruy Velázquez, que los envió a luchar contra las huestes árabes a una emboscada sin salida y a una muerte sin remisión. Sucede esto en el campo de Almenar, en la Extremadura soriana donde estaba la frontera musulmana. Allí marcharon los infantes, haciendo caso omiso a su ayo Nuño Salido, que les anunciaba oscuros presagios, para hostigar a los enemigos y robarles sus ganados. Pero los musulmanes les emboscaron y fueron apresados. Luego, a instancias de su tío, los decapitaron y enviaron sus cabezas a Córdoba. Hoy en Almenar no hay testigos de la tragedia, tal vez solo un castillo del siglo XV con restos del X, acaso mudos testigos de la época en que el disputado paisaje estaba controlado por los emires. Como quiera que fuese, así se vengaba la afrenta hecha por los infantes a su tía política en sus malhadadas bodas, que centró el comienzo de estas líneas la pasada semana.
Es fama que las cabezas de los infantes fueron cruelmente exhibidas en un banquete ante su padre preso, Gonzalo Gustioz –en lo que hoy es la calle Cabezas de Córdoba–, donde Almazor se las enseña, como refiere un conocido romance con la escena sobrecogedora: «Manda hacer un tablado / para mejor las mirar, / mandó traer un cristiano / que estaba en captividad. / Como ante sí lo trujeron / empezóle de hablar, / díjole: —Gonzalo Gustos, — mira quién conocerás; / que lidiaron mis poderes —en el campo de Almenar: / sacaron ocho cabezas, — todas son de gran linaje. / Respondió Gonzalo Gustos: —Presto os diré la verdad./ Y limpiándoles la sangre, — asaz se fuera a turbar; / dijo llorando agramente: —¡Conóscolas por mi mal! / la una es de mi carillo, — ¡las otras me duelen más! / de los Infantes de Lara son, — mis hijos naturales./ Así razona con ellos — como si vivos hablasen». Y así Don Gonzalo va dedicando luctuosas palabras a cada uno de sus hijos.
Pero, mientras tanto, en su cautiverio, el padre de los siete infantes había tenido amoríos con una mora de la que tendrá un hijo llamado Mudarra. Este será luego adoptado por su mujer Doña Sancha, pero antes habrá de cumplir su arquetípica misión. En efecto, Mudarra será el que haya de vengar a sus decapitados hermanastros, los Siete Infantes de Lara, dando muerte a su tío Ruy Velázquez. De nuevo un resorte narrativo del cuento popular, porque el hermano bastardo, el hermanastro o el menor, en apariencia inferior o inútil, será el que termine por cumplir la misión, vengar la afrenta, cerrar el círculo o, por decirlo en terminología estructural, solventar la carencia. Mudarra es el vengador venidero, una suerte de Orestes hispano, en el romance que comienza «Helo, helo por do viene / el infante vengador...».
Después de la primera parte de la leyenda, con la afrenta y la traición, viene esta segunda, con la venganza, que cierra el ciclo. Este parece que en principio fue, presumiblemente, una epopeya y acabó por devenir materia para diversos romances. Quedan restos así del final vengativo del ciclo épico, que se repite como esquema en gran parte de la épica europea, empezando por la bretona y francesa y desembocando en el Romancero: véanse, si no, las historias de Montesinos o Gaiferos, marcadas por este esquema. Si comenzamos la semana pasada con una alusión al mito poco conocido de Alcmeón, como colofón tenemos que citar el mito de Orestes, otro ejemplo de la retaliación obsesiva del joven vengador que ha de regresar para verter la sangre familiar. Es uno de los argumentos universales de la historia de la narrativa, que se ve también en el cine, como estudian de forma magnífica Balló y Pérez en su libro «La semilla inmortal»: las venganzas en el seno de la familia en el cine son numerosas, y no tenemos que mirar solo a la «Orestiada» de Pasolini, sino a todo el Western, desde Gregory Peck a Clint Eastwood (el vengador es un héroe inesperado, ora joven y bisoño ora crepuscular). Otros ejemplos, más o menos griegos o hamletianos, son la Electra de Cacoyannis o «El Viaje de los comediantes» de Angelopoulos, etc.
En la leyenda castellana el vengador Mudarra recibe medio anillo como herencia y el padre, una vez liberado acabará por reconocerlo gracias a él: este símbolo de «anagnórisis» no solo es marca de la leyenda germánica, como quería Menéndez Pidal, sino de la narrativa universal, desde el teatro griego a los cuentos orientales. Gonzalo, que vaga ciego –como Edipo–, acaba recuperando la vista milagrosamente cuando se juntan las dos mitades del anillo simbólico. Así concluye este ciclo de leyendas, romances y crónicas en prosa que seguramente se basa en un poema castellano de en torno al año 1000.