Mariana Victoria de Braganza, rival de María Luisa de Parma
Su vida, desconocida, se desenvolvió en paz y armonía hasta que los favoritismos de Carlos III hacia ella comenzaron a hacer enfadar a María Luisa de Parma
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Hace trescientos años, María Luisa de Parma marcaba la vida, moda y tendencias de las damas de la corte. Vestida a la francesa, con plumas, joyas y mucho encaje, desentonaba con la esencia más tradicional de la familia real. Como prueba de ello, constan las réplicas que le hacía Carlos III, su suegro, que al ser un hombre austero y que rechazaba la exageración, no comprendía las novedades que tanto le gustaban a María Luisa. Entre 1765 y 1784, esta princesa fue la única mujer de la familia real esposa de un hijo de rey. Pero la situación cambió en 1784, cuando el infante don Gabriel, hijo predilecto de Carlos III, contrajo matrimonio con Mariana Victoria de Braganza, hija de María I de Portugal –sobrina de Carlos III– y su marido, el rey consorte Pedro III.La vida de Mariana Victoria es bastante desconocida. No obstante, debía de ser muy culta y, especialmente, una buena persona, pues como indica el conde de Fernán Núñez, biógrafo y contemporáneo de Carlos III, su «dulzura y bondad, junto a su edad y hermosura (era alta, rubia y de ojos azules), de la que sólo ella no se apercibía, la hacían amarlas todos». Los esposos se gustaron al momento y formaron un matrimonio en el que destacaba la armonía y el buen humor: «El Rey […] se deleitaba en ver en su familia un matrimonio como aquél, del que hay pocos ejemplos, como se verá más adelante; y el gusto que tenía en contemplarla le aliviaba y hacía olvidar las otras desazones de familia».
La boda, muy recatada, destacó por el banquete, dado que a este se sentó toda la familia real, algo que ocurría en poquísimas ocasiones, pues normalmente almorzaba cada miembro por separado en su cuarto, mientras que los nobles, clérigos y diplomáticos iban a «hacerles la corte». Ya en las cartas que ambos se enviaron antes de conocerse en persona se palpaban los buenos sentimientos entre ellos. Al estar juntos, los esposos disfrutaban de las actividades culturales que organizaba el infante don Gabriel, destacando las jornadas musicales que tenían lugar en la Casita del Infante de El Escorial, construida a cargo del mismo príncipe.
Así, la paz familiar reinaba en la familia de Carlos III, paz que se verá interrumpida por la infeliz María Luisa de Parma, que realmente no se debía sentir muy a gusto, pues se sabe que en la medida de lo posible intentaba escaquearse de los viajes de la corte (itinerante entre los distintos palacios que rodean Madrid) con la excusa, a veces auténtica, otras no tanto, de encontrarse enferma. La situación empeoró cuando llegó Mariana Victoria, pues su personalidad deslumbraba a la corte, especialmente al rey Carlos, quien la consideraba como la mujer perfecta para su hijo.
Resulta que, a Mariana Victoria, el rey le permitía quedarse atrás en los viajes junto a su marido, ocurriendo esto cuando la princesa estaba embarazada, lo que hacía enfadar mucho a María Luisa, quien consideraba esa situación como injusta. No obstante, el monarca debía de estar cansado de las constantes molestias de María Luisa, que de por sí no colaboraba en mejorar la situación, lo que no era comparable a las buenas intenciones de Mariana Victoria. Así, María Luisa empezó a sentir celos de la posición de favor de su nueva cuñada, haciendo algunos comentarios improcedentes contra ella. Mariana Victoria y su marido, el infante don Gabriel, preferían tratar de evitar este tipo de malas habladurías, ignorando lo que les pudieran decir sobre los príncipes de Asturias el resto de nobles.
La vida de Mariana Victoria terminó trágicamente en 1788, tras dar a luz a su último hijo, una niña que no vivió más de una semana. El matrimonio tuvo en total tres, de los cuales tan solo uno sobrevivirá al primer año de vida. Esto es debido a que, después del alumbramiento, la pequeña contrajo la viruela, la enfermedad más mortífera del siglo XVIII. De esta mala suerte participó su madre, quien moriría semanas después que la niña. El infante Don Gabriel quedó devastado, y encima también enfermo de viruela, pues decidió no apartarse ni de su hija ni de su mujer en sus respectivas agonías, proceder contrario a lo que establecía el protocolo de la familia real: el aislamiento de los que padecían este entonces terrible mal. Así, el infante murió en noviembre de 1788, únicamente un mes antes que su padre el rey, no pudiendo este soportar las muertes de su hijo y la querida esposa de este.