María Luisa de Parma, una arpía en el trono de España
Era perversa, y de genio y actitud repudiados por quienes le rodeaban. Tenía “un corazón vicioso por naturaleza, incapaz de un verdadero cariño, un egoísmo extremado, una astucia refinada, una hipocresía y un disimulo increíbles”
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La reina María Luisa de Parma, esposa y gran amor del rey Carlos IV, jamás correspondió a su marido ni a nadie que no fuera ella misma, según testimoniaba el canónigo de Zaragoza, Juan de Escóiquiz. A juicio de este hombre de relajadas costumbres pero testigo de excepción, la reina tenía «un corazón vicioso por naturaleza, incapaz de un verdadero cariño, un egoísmo extremado, una astucia refinada, una hipocresía y un disimulo increíbles y un talento que, aunque claro, dominado por sus pasiones, no se ocupaba más que en hallar medios de satisfacerlas, y miraba como un tormento intolerable toda aplicación a cualquier asunto verdaderamente serio».
María Luisa era, además, perversa. Se dedicó a hacer la vida imposible a su nuera María Antonia, primera mujer de su hijo Fernando VII. La infeliz princesa pronto se consumió y fue a dar con sus huesos en el camposanto. Consiguió primero expulsar de la corte a las dos camareras que había traído consigo María Antonia al llegar de Nápoles, y que eran el único lazo que mantenía con su familia. El desprecio por su nuera, provocado tal vez por la envidia que sentía hacia ella, llevó a María Luisa a injuriarla, llamándola duende. «El duende –escribía María Luisa– se convirtió con el tiempo en escupitina de su madre, víbora ponzoñosa, animalito sin sangre y sí todo hiel y veneno, rana a medio morir, diabólica sierpe...».
El marqués de Villa Urrutia recordaba que no había cosa que hiciese María Antonia que a su suegra no le pareciese censurable por pecaminosa o inconveniente. Uno de los pocos consuelos de María Antonia de Nápoles eran los libros. Pues su suegra se esmeró en perseguir su afición a la lectura, exigiéndola que le entregara todas las obras que encontraba. María Luisa se jactaba, además, de su ignorancia enciclopédica, cultivada con su aversión a los libros.
Indignada porque a su nuera le gustara leer, escribió a Godoy desahogando su furor, el 21 de mayo de 1804: «Soy mujer, aborrezco a todas las que pretendan ser inteligentes, igualándose a los hombres, pues lo creo impropio de nuestro sexo. Sin embargo, las hay que han leído mucho y habiendo aprendido algunos términos del día, ya se creen superiores en talento a todos. Tal es la Jaruco [la condesa de Jaruco era una hermosa habanera que fue amiga del rey José] y otras varias, y no digo nada de las francesas. Pero como soy española, por la gracia de Dios, no peco por allí».
Los peores presagios
El acoso de María Luisa a su nuera excedía cualquier límite. El marqués de Villa Urrutia daba fe de ello: «De cuanto se decía o hacía en el cuarto de los príncipes tenía, pues, la reina más o menos fiel noticia, y a su inspección se sometía antes de que fueran a la colada las prendas que más de cerca tocaban a su nuera, y sobre las cuales escribía después a Godoy con la misma libertad con que le hablaba de sus propios achaques. Mas quiso también saber lo que María Antonia escribía o a ella le escribían, y desde entonces toda la correspondencia de la princesa, así como la de los embajadores macarrones, que así llamaba María Luisa a los de Nápoles, abríase en Madrid, y de su contenido se daba cuenta a Su Majestad y era después enviada a su destino».
El 30 de diciembre de 1805, la reina María Luisa escribía a su hija del mismo nombre, reina de Etruria, una carta en la que arremetía de nuevo contra su nuera, deseándole los peores presagios, igual que a la madre de ésta: «Tu cuñada sigue hinchada, con tos, dolor en el pecho y opresión en él, y ayer en el vómito arrojó una miaja de sangre. Pero siempre con su genio tramando e intrigando como su madre, a la que espero la habrán dado su pago los franceses [se refería a que la expulsaran de Nápoles], pues ella todo merece por su mala fe y sus infames tramas y maldades, tirando a quitarnos la vida a tu padre, al pobre Manuel y a mí, y su hija entrando en estas pérfidas intrigas, y ella arrastra a Fernando, esto resérvalo pues va con el mayor sigilo».
María Antonia de Nápoles –Totó, como la llamaban en la intimidad– arrastraba, en efecto, una tuberculosis que acabó llevándola a la tumba. Sus fervorosos partidarios hicieron circular, sin embargo, el bulo de que la joven había sido envenenada por orden de Godoy, en connivencia con la reina María Luisa.