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historia
Piojos y tifus, el Moscú de los años veinte que avergonzaría a Putin
La ciudad rusa era un lugar de contrastes. El hotel Lux, mugriento y con mala comida, chocaba con el lujo que se respiraba, por ejemplo, en el Savoy, lleno de gente "guapa"

La fecha: 1920. Un traje costaba mil millones de rublos, unos zapatos doscientos millones, una libra de manteca quince millones, y una entrada al teatro, veinte millones.
Lugar: Moscú. El ambiente más alegre de la capital reinaba en sus principales calles: Tverskaya, Petrovka y Kuznetsky Most, salpicadas de joyerías, tiendas y ultramarinos.
La anécdota. Los tranvías era preferible no cogerlos: iban llenos a rebosar y en su interior anidaban piojos que propagaban el tifus entre los pasajeros de la clase proletaria.
Moscú era en algunos aspectos peor que Chicago en los años veinte del siglo pasado. Empezando por el hotel Lux, situado en la avenida Tverskaia, cerca del Kremlin: una residencia de seis plantas sucia y polvorienta, con mala calefacción y una comida que no valía la pena ni probar.
Por el primer piso, sin reformar, pululaban cucarachas y hasta ratas. Como las cocinas eran colectivas, podían respirarse en el hotel los olores de todos los fogones del mundo. Cada día, cuando se entraba o salía del hotel debía mostrarse al conserje un carné al que llamaban «propus», sin el cual era imposible acceder a la residencia.
El hotel Savoy, en cambio, acogía en su coqueto restaurante a numerosos extranjeros, desde diplomáticos hasta representantes de astilleros ingleses o norteamericanos, que pagaban poco más de cuatro dólares por un menú, equivalentes a dieciocho millones de rublos. Tal era el abismo que existía entonces entre la moneda rusa y la estadounidense.
Al dirigirse al Kremlin, se penetraba en el recinto amurallado por la puerta lateral, en lugar de hacerlo por la entrada principal de la Plaza Roja. Había que franquear un doble control, formado por guardias rojos con sus bayonetas caladas. Era frecuente detenerse ante la enorme campana que se conservaba inservible como una reliquia del pasado en uno de los patios, y observar también el cañón gigante que jamás llegó a dispararse. Y por supuesto, el ostentoso Museo del Kremlin colmado de hermosos recuerdos: el trono persa ofrecido a Boris Godunov, las ricas carrozas con piedras preciosas incrustadas, los innumerables y preciosos vestidos de Catalina la Grande y, como contraste, los instrumentos de suplicio utilizados contra los enemigos del régimen.
Llamaba la atención la cripta de la iglesia del Arcángel, una de las tres que contenía el Kremlin, con los toscos sarcófagos de los zares. Y cómo no, la viva reminiscencia de la revolución: el gran palacio construido hacía más de un siglo por Nicolás I, por cuya escalinata se accedía al enorme salón dorado en el que antiguamente se celebraban con fastuosidad los grandes acontecimientos, y entonces los congresos soviéticos e internacionales.
A diferencia de Petersburgo, en Moscú no había un solo hotel particular. En casi ninguna ciudad del mundo era tan grande la carestía de habitaciones como allí. En el suelo del habitáculo solía verse una mugrienta estufa hecha de ladrillos, dado que las viviendas carecían de calefacción central casi desde la revolución. De la estufa partía un largo tubo de hoja que se extendía por toda la estancia, traspasaba la pared e iba a dar a un corredor repleto de muebles desvencijados por el que era casi imposible abrirse paso. Tanto de la estufa, como del tubo, salía continuamente humo que provocaba tos y picor de ojos al que no estaba acostumbrado. Las paredes estaban renegridas por el hollín que despedía el calentador, y los cuartos jamás se ventilaban porque las ventanas habían sido condenadas para que no entrase el frío.
A veces se subía a un coche de punto para recorrer las grandes distancias de la ciudad. Los tranvías era preferible no cogerlos: iban llenos a rebosar y en su interior anidaban piojos que propagaban el tifus. El «iswostschik», como se llamaba al cochero de punto, era el típico barbudo maloliente que tiraba de las riendas de un escuálido caballo a punto de desbaratarse. El precio de la carrera era de cuatro millones de rublos, equivalentes a un dólar.
El ambiente más alegre y bullicioso de Moscú reinaba en sus tres principales calles: Tverskaya, Petrovka y Kuznetsky Most, salpicadas de joyerías, tiendas de ropa y ultramarinos. La influencia francesa era evidente en algunos comercios donde se leían inscripciones como «A la Toilette», «Rue de la Paix», «Grostesque», «Mode Parisienne»... Los precios eran desorbitados dada la depreciación del dinero ruso en una economía de posguerra. Un traje costaba mil millones de rublos, un par de zapatos doscientos millones y una libra de manteca, quince millones.
Ir al teatro no salía por menos de veinte millones de rublos, pero valía la pena presenciar una función en la Ópera de Moscú, cuyo lujo y suntuosidad recordaban a los mejores tiempos del régimen zarista, igual que en el Teatro de la Comedia.
LA PRENSA Y EL CAVIAR
►Comprar el periódico costaba seiscientos mil rublos. Lo único barato era el caviar: treinta y cinco millones la libra. Destacaba el edificio del antiguo Club de la Nobleza de Moscú, denominado en ruso «Dworjanskoje Sobranije», sede del Sindicato de los gremios comunistas. La soberbia construcción se encontraba en el Dmitrovska y se extendía hasta la Plaza del Teatro, el centro del tráfico de Moscú. Numerosos edificios importantes se reunían en esta plaza: la Gran Ópera, el segundo hotel de los Soviets (antes hotel Metropol), la Municipalidad Comunista (antigua Duma de la ciudad), y los grandes almacenes de los soviets instalados en la anterior sede de la feria de Muir y Mireli. El Kremlin y el barrio chino se encontraban también muy cerca. Los alrededores de la Plaza del Teatro habían recuperado su tradicional animación, interrumpida poco después de la revolución. Así estaban las cosas en el Moscú de los años veinte.
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