Rousseau, el primer ilustrado exhibicionista sexual
Cuando no se dedicaba al amor propio en la intimidad, lo hacía en lugares frecuentados por mujeres con la esperanza de que sonara la flauta
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La adolescencia es complicada. El pobre de Juan Jacobo no tenía las ideas muy claras, y menos en cuanto a las mujeres. De hecho, ya convertido en el filósofo Rousseau, nunca pensó que fueran iguales que los hombres. Pero a esa edad, con dieciséis años, su cabeza se llenaba de cuerpos femeninos, y la timidez, según escribió, le impedía hacer proposiciones lascivas. Entonces tuvo una ocurrencia para aliviar su mente: iría a espiar a las mujeres, se desnudaría a cierta distancia, les mostraría sus atributos imitando movimientos amatorios, y quizá así alguna se decidiera a probar. Es posible que fuera el primer ilustrado exhibicionista.
Corría el año 1728 y Juan Jacobo tenía tanto aburrimiento como tiempo. Cuando no se dedicaba al amor propio en la intimidad, lo hacía en lugares frecuentados por mujeres con la esperanza de que sonara la flauta; la suya no, la otra, la de la fortuna. Iba a parques, lavaderos y mercados. Estudiaba los lugares. Debían proporcionar cierta intimidad, pero no tanta como para que no le vieran las muchachas. La distancia debía permitir que se contemplaran con nitidez los dones de su naturaleza, y que se percibieran sus movimientos como eróticos, no como un ataque epiléptico o un baile moderno.
Una cosa era importante. Siempre debía tener un plan de fuga. Podría darse el caso, figúrense, de que a alguien, en lugar de risa le diera asco y persiguiera al muchacho con un garrote. El mundo se habría quedado sin el filósofo que inspiró la sangrienta dictadura jacobina. Todo aquello, incluido el riesgo, le producía, según escribió, un «placer imbécil». Jugaba siempre con la fantasía de que alguna mujer, seducida ante la visión de un hombre desnudo moviendo la cadera y poniendo los ojos en blanco, iba a satisfacer sus deseos allí y en ese momento.
Pero no hay nada como un buen susto para quitar los vicios. En una ocasión decidió ir a un pozo donde se reunían las mujeres a tomar agua. Era un patio amplio, con un ligero declive que conducía a unas cuevas. Examinó esos subterráneos para preparar la huida. Al ser cavidades muy oscuras pensó que eran largas, y que, sin duda alguna, tendrían una salida. Se apostó en un túnel, dejó su ropa a mano, y aguardó en cuclillas.
Pronto llegaron las primeras chicas. Qué cubos llevaban en las manos. Guau. Las mozas se agacharon ligeramente para introducir el balde en el pozo, exteriorizando así su trasero. Ante aquellas formas convexas, Juan Jacobo, aquel Rousseau cuyo retrato presidió muchos clubes demócratas durante décadas, se puso como un toro ginebrino. De pronto salió de la cueva, desnudo, en la flor de la virilidad, contoneándose y subiendo las cejas rítmicamente. Al principio, las chicas se quedaron sorprendidas, pero en cuanto una soltó la primera carcajada, todas la siguieron. Frustrado, y ya con la flor marchita, se ocultó en la cueva.
Cabizbajo, Juan Jacobo tanteó a su alrededor buscando la ropa. Al momento oyó el trueno de una voz masculina profunda, ronca, como de un gigante, seguida del coro chillón de unas viejas. «¿Dónde está, que lo mato?», escuchó Rousseau. «¡Se ha metido ahí!», contestaron las muchachas señalando la cueva. «Toma, un farol», dijo alguien. Los pasos se aceleraron. Corrían hacía el joven ilustrado, aunque deslustrado ya por el barro de la cueva.
Juan Jacobo se internó en el subterráneo. Iba completamente desnudo. Los gritos eran ensordecedores dentro de la cueva. El pobre adolescente se dio de bruces con una pared, cayó al suelo y esperó su triste destino. El pasadizo no iba a ningún sitio. «¡Se ha metido en la boca del lobo, el muy imbécil!», soltó el hombretón de bigotes enormes, tocado con sombrero y que llevaba un sable descomunal. Detrás iban cuatro o cinco viejas con mangos de escoba dispuestas a apalear al pervertido exhibicionista.
[[H2:«Mátalo a palos»]]
«¿Qué haces aquí, bribonzuelo?», preguntó el bigotudo. «No preguntes, Antoine, mátalo a palos», soltó una. «Sácalo y lo paseamos desnudo por las calles, para que aprenda», dijo otra. Entonces el joven Rousseau contó una historia enternecedora. Ante sus ojos tenían a un joven extranjero de elevada alcurnia, escapado de casa para evitar a un padre malvado y rico, por lo que si le soltaba un día le mostraría su agradecimiento. El hombretón miró al chaval desnudo de arriba abajo. Vio a un pobre hombrecillo que se tocaba mirando a las muchachas, y le dejó ir.
A los pocos días, Juan Jacobo paseaba con un abate y se encontró con aquel hombre del sable que, imitando su voz y moviendo la cabeza de un lado a otro, dijo: «Yo soy príncipe, y yo soy un cobarde... ¡Pero no trate su alteza de volver!». Rousseau se escurrió como pudo. Era la voluntad general. (Este episodio está relatado por Rousseau en sus «Confesiones», Libro tercero).