Jean-Luc Godard: mala hierba nunca muere
El maestro y agitador del cine francés, que durante aquel memorable mayo del 68 se colgó de las cortinas del cine Lumière en Cannes en solidaridad con las protestas estudiantiles, regresa al certamen con la experimental «Le livre d'images».
El maestro y agitador del cine francés, que durante aquel memorable mayo del 68 se colgó de las cortinas del cine Lumière en Cannes en solidaridad con las protestas estudiantiles, regresa al certamen con la experimental «Le livre d'images».
«Le livre d’image» no es la última película de Jean-Luc Godard. Por la red circula una pieza corta de factura aún más reciente, titulada «Vent d’Ouest». Sobre las imágenes, tomadas por drones, de una violenta operación de desalojo, informa la imprescindible revista «Lumière», en una tierra ocupada por los activistas de la ZAD en Notre-Dame-des-Landes, con 2.500 policías antidisturbios dispuestos a todo, Godard reflexiona acerca del ojo mecánico del capitalismo: «Los que creen en la técnica la llaman objetiva, donde no es más que objetivo. Objetivo de seguridad, de vigilancia, de miedo... y de muerte. Y la muerte, para no tener demasiado miedo, sustituyó a su propio silencio. No ya a un sonido de ultratumba, sino de ultravida. El sonido latente de la agonía. El del capitalismo, el de la catástrofe permanente. La industria y sus máquinas siempre han generado su propia música». La que se ha convertido en «nuestra música» será silenciada por el ruido de la hierba invasora, la que nos salvará del asalto del capital. Puede que el vídeo sea un «fake»; puede que, como dice «The Huffington Post», sea un constructo difundido por la organización anarquista, pero en su método ensayístico es puro Godard. Godard es la mala hierba que nunca muere, que está más presente que nunca en su eterna ausencia «cannoise».
A flor de piel
Porque aquí, con las expectativas a flor de piel en la sesión de gala, no se le espera. No ha habido videocartas, ni declaraciones-bomba, que precedan el estreno de «Le livre d’image», como sí ocurrió en 2014 con «Adiós al lenguaje», que obtuvo el premio del jurado. Y aunque hoy, a menos que Godard vuelva a contradecirse, a sorprendernos, se prevé una rueda de prensa vía FaceTime, la película hablará sola, por sí sola, o callará para siempre.
Es inevitable pensar en «Ici et Ailleurs» al ver «Le livre d’image». En aquel filme ensayo, que Godard montó con el material rodado con las guerrillas del Frente de Liberación Palestino a principios de los setenta, el mundo árabe estaba en guerra con Occidente, representado por una familia de clase media que miraba absorta la televisión. La guerra sigue, y Godard duda: es necesario hacer la revolución, o, por el contrario, es absurdo hacerla, teniendo en cuenta que todos los que gobiernan son cretinos. Recuerda la historia del jeque Ben Kadem, primer ministro del emirato de Dofa, que se inventa un movimiento revolucionario fantasma para que el terrorismo le reserve un espacio en la escena internacional que la miseria de su estado le niega. No nos dejemos engañar por lo que nos venden las imágenes: una cosa es la violencia del acto de representación, nos dice Godard, y otra es la calma interior de la representación misma. Sería imposible, con un único visionado, decodificar el discurso que el maestro francés despliega sobre Oriente Medio. Lo que intuimos, escondido en el bosque de rimas y textos musitados, es un asomo de esperanza: en tiempos digitales, el trabajo del cineasta es pensar con las manos.
Esto es, manipular las imágenes en la línea de las «Histoire(s) du cinema». En cierto modo, habría que entender «Le livre d’image» como el resultado de un trabajo de reapropiación, el que Godard hace de su propio sistema de pensamiento expandido en sobreimpresiones, cacofonías y cortes a negro. Es una película derivativa, en el sentido que recupera algunas de las imágenes de las «Histoire(s)» –pienso en la caída de Kim Novak en las aguas de la bahía de San Francisco– para invitarlas a una fiesta con nuevos anfitriones –ahí están el Sokurov de «El arca rusa» o el Gus Van Sant de «Elephant»– y explorar radiantes motivos visuales –la fuerza creativa de lo líquido, o el tren como metáfora de la imagen en movimiento–.
Imágenes saturadas
Puede parecer que, frente al espectacular uso de las 3D de «Adiós al lenguaje», «Le livre d’image» no proponga nada que no hubiéramos visto en las «Histoire(s)». Falsa alarma: por ejemplo, es fascinante cómo Godard juega continuamente con leves cambios de formato que hacen saltar la imagen, o cómo utiliza el sonido de su voz en «off», que a veces parece nacer desde «detrás» del plano para luego expandirse, o cómo satura el color de imágenes de películas televisadas hasta volverlas irreconocibles, pinturas «fauvistas» hechas con píxeles a punto de estallar, o cómo incorpora el «glitch» digital como mancha informe, como ruido de fondo que desfigura la representación. A sus 87 años, Godard sigue siendo aquel que, hace medio siglo, se colgó de las cortinas de la sala Lumière para que el festival de Cannes suspendiera sus proyecciones en solidaridad con las protestas del mayo del 68. A ese impulso colectivo le corresponde ahora un soliloquio: en su retiro suizo, sus palabras, traducidas a medias por unos subtítulos en inglés que recortan a voluntad su alcance, rebotan sobre el público encorbatado del certamen como cócteles molotov. Entre el humo y las llamas hay una verdad que solo le pertenece a él.
Y ahí sigue, contagiando a lo contemporáneo: así lo demuestran el cartel del festival, dedicado a «Pierrot el loco», y los créditos de «Plairir, aimer et courir vite», de Christophe Honoré, tan «agit prop», que ayer también competía por la Palma de Oro. Honoré, como Godard, fue crítico de «Cahiers», y sabe definir, a partir de citas directas y simples, la educación sentimental de sus dos protagonistas, que se enamorarán en un cine que proyecta «El piano». Para el escritor treintañero enfermo de Sida, el poster de «Querelle»; para el estudiante bretón, alter ego del mismísimo Honoré, el poster de «Boy meets Girl», de Leos Carax. Dos maneras de entender el amor que cristalizan en un romance a distancia, una corriente alterna que se enciende y se apaga según la proximidad de la muerte que siente Jacques y la electricidad del despertar a la vida de Arthur. Cuando están juntos, las chispas queman: su primer encuentro en un cine, la noche que comparten al borde del río, la dificultad por despedirse, tienen una fuerza extraordinaria.
Luego, la película se resiente de una cierta bipolaridad: por un lado, todo lo que rodea a Jacques es la decadencia de una enfermedad que, en 1993, seguía siendo una lacra social y una condena a muerte; por otro, todo lo que rodea a Arthur es libertad, espontaneidad, sexo sin traumas, esperanza por el futuro. «Plaire, aimer et courir vite» funciona más por ráfagas que en su conjunto: por separado, tiene secuencias preciosas, donde la vitalidad del amor y su contrario, el rechazo por protegerse de sus potenciales heridas, se despliegan sin imposturas. Pero el total es menos que la suma de sus partes, lo que no quita que sea la mejor película de Christophe Honoré en mucho, mucho tiempo (tal vez desde «Les chansons d’amour», en 2007).