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La mirada tricolor

Vuelve este viernes a los cines, 20 años después de la muerte de Kieslowski, la trilogía «Tres colores»: «Azul», «Blanco» y «Rojo», una de las cumbres del cine europeo.

La mirada tricolor
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Vuelve este viernes a los cines, 20 años después de la muerte de Kieslowski, la trilogía «Tres colores»: «Azul», «Blanco» y «Rojo», una de las cumbres del cine europeo.

Decía Dorothy Parker: «Odio escribir, pero me encanta haber escrito». Poco antes del estreno de «Rojo» (1994), Krzysztof Kieslowski anunció su retirada. Hacer cine, dijo, siempre le había aburrido. Para entonces, con dinero suficiente en sus bolsillos y una casa de campo cerca de Varsovia, con sólo 54 años, planeaba una jubilación anticipada: «Es la historia de alguien que permanece sentado la mayoría del tiempo y lee». Antes de que acabara aquel 1996 moría de un ataque al corazón. Él sólo quería leer y fumar cigarrillos, pero fue un genio casi a su pesar. Su cine era pura metáfora y, como buen poeta, veía la retórica en lo cotidiano. Piensen en aquel terrón de azúcar (primerísimo primer plano) absorbiendo el café de Irene Jacobs en «La doble vida de Veronika» o en el niño jugando al boliche al inicio de «Azul», como manejando en sus manos el destino de Juliette Binoche y los suyos. Pura sugerencia, puro simbolismo. Un Kieslowski en estado de gracia que, durante unos pocos años, se convirtió en el «Auteur» con mayúsculas, venerado por la crítica, abriendo nuevos caminos en una cinematografía, la polaca, que había contado con grandes referentes antes de la caída del Muro.

La trilogía «Tres colores» tuvo no poco que ver en la entronización de Kieslowski. Ahora, esas tres cintas («Azul», «Blanco» y «Rojo», los colores de la bandera francesa), regresan a los cines españoles con motivo del 20 aniversario de la muerte del director, «con la intención de que algunos vuelvan a disfrutar de ella y otros la puedan ver por primera vez en una sala de cine», destacan desde la distribuidora Wanda. Volver o llegar por vez primera a la «Trilogía» supone también un viaje a una de las sensaciones festivales de los 90. Europa, y en especial Francia, descubrieron un talento místico y depurado y la «Trilogía» nació ya hecha un clásico.

Horas bajas

Cuando Kieslowski emergió en la escena internacional, el cine polaco (antaño reputado entre los «connoiseurs» por su expresividad vanguardista proveniente de una industria marginal y censurada pero altamente creativa), hacía tiempo que venía en decadencia, con sólo algunos nombres pujantes, como el de Agnieszka Holland. Filmes gloriosos como «El manuscrito hallado en Zaragoza» o «Madre Juana de los Ángeles» junto con las primeras obras de Roman Polanski y Andrei Wajda eran pasado. Estos dos directores, ahora, estaban en horas bajas y, además, trabajaban generalmente para la industria norteamericana. Kieslowski provenía del mismo tronco que los grandes, la Escuela de Cine y Teatro de Lodz, y traía a sus espaldas una larga obra en Polonia, pero no fue hasta el año 88 que Europa se fijó atentamente en él. Como entonces, y como siempre, fue Cannes la lanzadera. Una versión extendida del capítulo «No matarás» de su «Decálogo» para la televisión polaca se alzó con el Premio del Jurado. Luego vendrían los tres galardones (Fipresci, mejor actriz y Premio del Jurado) para la maravillosa «La doble vida de Veronika» en 1991. Francia ya estaba a sus pies. Y Kieslowski concibió su homenaje envenenado al país de la «Libertad, Igualdad y Fraternidad».

El polaco, que gustaba de trabajar por ciclos, concibió «Tres colores» como un pack en el que cada película funcionaba en referencia a un todo (el análisis moral del gran lema francés de la Revolución Francesa y su pervivencia o perversión hoy en día) y operaba de manera independiente. Ese ciclo arrancó con un deslumbramiento, «Azul» (1993), la cinta más potente en todos los sentidos de la tríada y su gran obra maestra. El Festival de Venecia se inclinó ante la excelente fotografía (en tonos y filtros azules, cómo no), la prodigiosa música de Zbigniew Preisner (compañero fiel del director) y el pulso excelente de una cinta morosa en la que Juliette Binoche, la protagonista, va desnudando sus miedos ante la posibilidad de vivir en «libertad» tras la muerte de su marido y su hija en un accidente de carretera. Al igual que un compositor (el marido de Binoche en la película es, en efecto, músico), Kieslowski aprovechó para introducir leitmotivs y variaciones de las siguientes y futuras dos entregas, demostrando que el concepto de trilogía no era caprichoso. Desson Howe, de «The Washington Post», calificó esta cinta sobre la pérdida y la posibilidad de redención como «una severa ordalía emocional». El León de Oro en aquel cincuentenario del Festival fue para «Azul» y «Vidas cruzadas» (Robert Altman) por encima de otras obras de Takeshi Kitano, Gus Van Sant, Carlos Saura, Jean-Luc Godard y Abel Ferrara.

Jugada redonda

Con «Blanco» y «Rojo» (ambas de 1994) Kieslowski redondea la jugada. La primera (Oso de Plata en la Berlinale) se sustenta sobre el concepto de igualdad, pero como con «Azul», el cineasta toma el concepto de manera amplia y personal y construye una historia cotidiana sobre un emigrado polaco en Francia que tendrá que volver a su tierra. «Nadie quiere ser el igual de su prójimo. Cada uno quiere ser más igual», aseguró este sagacísimo escudriñador del alma humana. En «Rojo», la inolvidable Irene Jacobs, una modelo, deberá que tender puentes de comprensión (la «fraternidad») hacia un anciano juez interpretado por Jean-Louis Trintignant. El marco, Ginebra, capital de esa contrucción artificial pero exitosa llamada Suiza, tampoco es casual.

En apenas dos años, el polaco ha dado a luz tres piezas perfectamente ensambladas. Su salud se resiente. Monta «Azul» al tiempo que rueda «Blanco» y escribe «Rojo». Kieslowski se permite guiños en las tres cintas, donde, por ejemplo, aparecen todas sus musas (Binoche, Jacobs y Julie Delpy) y una señora que trata de meter una botella en un contenedor. La «Trilogía» remite a sus directores y escritores favoritos. Hay ecos de Rohmer, Ingmar Bergman, Robert Bresson y Camus, un ateo admiradísimo por este realizador cristiano como tantos otros intelectuales de aquella Polonia de Solidaridad; sin ir más lejos, Kristoff Zanussi en el director preferido de Juan Pablo II. «El existencialismo es sólo una palabra. Para mí Camus estaba cerca del cristianismo cuando retrata con compasión unos seres que se desvelan infelices, incapaces de encontrar su propio sitio», dijo. «Tres colores» es la interpretación de un cristiano y de un moralista (en el buen sentido de la palabra), además de un gran poeta, de los desafíos y contradicciones del ser humano, ayer, hoy y siempre. Y, por encima de todo, es cine de altura.