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Laurencic, el artista de las checas del terror

Era alto, rubio y de buena planta. Sin embargo, tras los exquisitos modales de este hombre de origen austriaco se escondía una de las mentes más aterradoras, capaz de concebir auténticas máquinas del horror en la Barcelona de la Guerra Civil, como las cárceles de Vallmajor y Sant Elies, que comunicaba directamente con el cementerio
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Era alto, rubio y de buena planta. Sin embargo, tras los exquisitos modales de este hombre de origen austriaco se escondía una de las mentes más aterradoras, capaz de concebir auténticas máquinas del horror en la Barcelona de la Guerra Civil, como las cárceles de Vallmajor y Sant Elies, que comunicaba directamente con el cementerio.
La gran diferencia entre las checas de Madrid y las de Barcelona es que la capital de España estaba sitiada por el enemigo, mientras que la Ciudad Condal disfrutaba de la retaguardia para hacer una estudiada y minuciosa purga. Hasta 46 checas se instalaron en pisos y edificios oficiales barceloneses. La más terrible fue la de Sant Elies, un auténtico matadero que comunicaba con los cementerios de Les Cortes o Montcada i Reixac. No faltó el horno crematorio, por supuesto. Miles de catalanes fueron víctimas de los «descontrolados de Companys», como escribió el historiador Javier Barraycoa; primero de los anarquistas de la CNT-FAI, entre julio de 1936 y mayo de 1937, y luego por los estalinistas de Erno Gerö.
El historiador César Alcalá, en su libro, «Las checas del terror» (2007) cifra en 8.352 los asesinados tras pasar muchos por las checas entre 1936 y 1939, lo que supone el 0,28% de la población catalana. Las acusaciones eran el ser «gente de misa», conservadores, fascistas, quintacolumnistas o sospechosos de ser poco proclives a una dictadura del proletariado poco conveniente, porque por allí pasaron también anarquistas y trotskistas. Pero fueron los menos: 139 frente a 2.039 religiosos, 2.163 «no izquierdistas», 1.199 carlistas y otros sin identificar. Todos sin juicio. Quizá uno de los casos más terribles fue el del católico Eusebio Cortés Puigdengolas: descuartizado en la checa de Sant Elies y dado de comer a los cerdos.
Barcelona no tuvo suerte. Uno de los más ocurrentes ingenieros de tortura apareció allí. Se llamaba Alfonso Laurencic, nacido en Enghien (Francia), en 1902, y se presentaba como director de orquesta y pintor, pero también arquitecto, y oficial de la Legión Extranjera y del ejército yugoslavo. El francés tenía todo el perfil de espía y de asesino político a sueldo. Cuando estalló el conflicto armado entre anarquistas y comunistas en Cataluña en la primavera de 1937, Laurencic, un funcionario del mal, consiguió sobrevivir y colocarse. Fue a parar dos veces a la checa de Puerta del Ángel por vender pasaportes falsos y robar dinero de la Administración del Servicio de Investigación Militar (SIM), poca cosa en aquella Barcelona del crimen organizado.
La liquidación del adversario y el régimen del terror debían de tener un orden, tal y como ya había puesto en práctica Lenin y continuado Stalin. Por esta razón, el SIM de Barcelona quiso construir un sistema carcelario idéntico al soviético, no como en Madrid, donde cualquier sótano o sala servía para encarcelar, torturar y asesinar. Era preciso un buen diseño. Santiago Garcés, el jefe supremo del SIM, nombró arquitecto a Alfonso Laurencic, un personaje que, a la vista de su ingenio para la crueldad, hubiera encajado perfectamente entre los técnicos de las SS que diseñaron los campos de exterminio en Polonia. El tipo dio entonces rienda suelta a su creatividad en dos checas: la de la calle Zaragoza y la de Vallmajor. Eran lugares donde, como ha escrito el historiador César Alcalá, «la barbaridad y el horror se convirtieron en arte».
Sin juicio y con odio
Los métodos de tortura iban desde el «submarino seco» –una bolsa de plástico en la cabeza–, la «banderilla» –inyecciones que provocaban infecciones–, hasta las más terribles barbaridades en genitales y órganos vitales. Los que tuvieron «suerte», unos cien mil, fueron enviados a campos de trabajo y concentración, hasta seis desperdigados por Cataluña. Los milicianos iban por los pueblos, de noche, en coche, y se llevaban a los «sospechosos». No había juicio ni garantías «republicanas». Solo odio, tribunales populares y «justicia proletaria». A muchos se les mataba delante de sus familias.
Susana Frouchtmann, periodista y escritora, ha investigado la vida de uno de aquellos constructores del terror en «El hombre de las checas. La historia de Alfonso Laurencic, el artista de la tortura» (2018). La autora confiesa que ha sido por una cuestión familiar: Meri, la mujer del chequista, fue su institutriz durante años después de la guerra. La búsqueda de información, dice, se convirtió en algo personal debido a la necesidad de conocer casi su propio pasado, y entender la posición de su padre, quien dejó la política en 1949 y al que Franco concedió la Gran Cruz de Sanidad el 1 de abril de 1970. Frouchtmann asegura que se negó a aceptar los relatos que definían a Laurencic como un «monstruo», e indagó en todas aquellas personas que podían haber tenido contacto con el chequista. Encontró en el francés a un «seductor consumado», amante de su mujer, un aventurero, también es cierto que con «poca humanidad». Por eso, la autora arremete contra el libro de Rafael López Chacón titulado «Por qué hice las checas de Barcelona. Laurencic ante el Consejo de Guerra», publicado en 1939, que recoge los papeles del juicio a dicho personaje, cuya obra denuncia como de «ideología franquista». Según la periodista, el perfil de Laurencic fue establecido entonces sin dejar margen a la otra realidad del personaje, un políglota, un oportunista que amaba el arte, y que acabó en Barcelona un periplo por media Europa.
Lo cierto, y Frouchtmann no lo niega, es que Laurencic planificó las checas y los medios de tortura. La idea de aquellos centros, como escribió el fiscal de la causa contra el chequista, era la tortura física y psicológica del preso antes de su muerte. En Vallmajor, por ejemplo, existía el «patio de los fusilamientos», donde había una fosa en la que se simulaban ejecuciones. Al otro extremo estaba «el pozo», donde se colgaba a los presos boca abajo para sumergirlos en el agua durante interminables minutos. También contaban con «la celda de los colores», donde los presos eran obligados a mirar figuras geométricas en movimiento, o con relojes que adelantaban cuatro horas al día haciendo un fuerte tic-tac constante. Los catres estaban inclinados 20º para que al coger el sueño la persona cayera y se sobresaltara. El suelo de las celdas, cuya superficie variaba entre el metro y el medio metro cuadrado, estaba erizado de ladrillos para impedir que se pusieran cómodamente de pie.
Luz para cegar
Luego estaban la celda de las campanillas, la «verbena» y la del «armario», que contaba con cajones con un fondo de 40 centímetros donde se introducía al detenido, al que se fijaban los párpados con un hierro y luego aplicaba una potente luz en los ojos para cegarlo. En ese «arte de la tortura» no faltaban suplicios consistía en potentes ruidos o en pequeñas y periódicas descargas. Todos estos diseños fueron obra de Alfonso Laurencic, autoría que nunca negó.
A la vista de las tropas franquistas, Barcelona se rindió y muchos huyeron, entre ellos Laurencic, quien fue detenido en El Collell (Gerona), y entregado al ejército alemán por tener nacionalidad austriaca. Devuelto a la justicia española, fue juzgado el 12 de junio de 1939. En el juicio, tras escuchar el terrible relato de algunos supervivientes, el acusado, sin ninguna muestra de arrepentimiento, contestó al fiscal que sus checas eran mejores que otras porque tenían servicios «más higiénicos».
Laurencic declaró que había sido una «víctima de las circunstancias», tesis a la que se apunta Frouchtmann (p. 209). Este ingeniero estalinista de las checas terminó el juicio gritando un desconcertante «¡Viva el Generalísimo Franco!». El 9 de julio de 1939 fue conducido al Campo de la Bota. Ante el pelotón de fusilamiento levantó el brazo e hizo el saludo fascista. Sus restos fueron llevados a la fosa común del Fossar de la Pedrera, en Montjuïc. Frouchtmann asegura que fue un «chivo expiatorio» del franquismo contra alguien que nunca mató personalmente, en una muestra de represalia contra los republicanos porque no pudieron juzgar a nadie más (pp. 214-215).