Aquel triste zoológico de Bagdad
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De George Packer se publicó hace poco tiempo en castellano «El desmoronamiento», una novela coral sobre su país, Estados Unidos. Aquella era una obra de ficción pegada a la realidad norteamericana. Ahora se publica «La puerta de los asesinos», un trabajo de 2006 sin rastro de ficción. El epígrafe de la edición española aclara el asunto: «Historia de la Guerra de Irak». La segunda, claro, aunque no deja de hacer referencias a la primera, la que llevó a una coalición liderada por Estados Unidos a liberar a Kuwait y luego a dejar intacto el poder de Sadam Husein.
Con este título el autor no sugiere ningún comentario acerca de los invasores de Irak. Es el nombre que los soldados norteamericanos dieron al arco que daba entrada a la Zona Verde de Bagdad. Será un escenario recurrente en el libro, como lo es el monumento de los dos brazos armados con sendos alfanjes, levantado por Sadam Hussein y recordado por todos los que vivieron aquellos años. También lo serán algunos personajes, por ejemplo, Kanan Makiya, el idealista iraquí exiliado, firme partidario de la intervención norteamericana.
En un tema tan envenenado como este de la segunda guerra de Irak, uno de los elementos más valiosos de la obra es el eclecticismo de su autor. Packer se definió en aquellos años como un partidario progresista (no liberal, como traduce el libro con demasiada frecuencia) de la intervención. Después del 11-S había razones de seguridad nacional para justificar la invasión. Además de las brutalidades infligidas a los iraquíes, Sadam Husein era un elemento desestabilizador en la región. Había también la oportunidad de remodelar el escenario de la zona apuntalando algo parecido a un régimen civilizado en un país estratégico. Se contaba, asimismo, con una población más modernizada y secularizada, con el apoyo de los kurdos y también con el de los chiítas.
Armazón ideológico
A partir de ahí, «La puerta de los asesinos» es la historia de una desilusión. Packer dedica los primeros capítulos a los orígenes ideológicos de la guerra. Se centra –de forma abstracta y anecdótica al mismo tiempo– en el grupo de los neoconservadores, que proporcionaron a Bush el armazón ideológico que justificaría la intervención. Y cuenta de primera mano, a modo de reportaje, los movimientos en los círculos de los exiliados iraquíes en Estados Unidos y Gran Bretaña. Esto último, lleno de simpatía por el trágico destino de miles de personas perseguidas por Sadam Hussein, es de lo mejor del libro. Aquí va emergiendo la historia de Kanan Makiya.
Lo que viene luego es la invasión, culminada con tanto éxito que por un momento pareció dar la razón a sus promotores. Packer no se complace en estos días, que pronto dejaron paso a lo que constituye el núcleo del libro. Es la narración del deterioro de la situación iraquí. Casi olvidada la tentación ensayística y argumentativa, Packer va relatando sus encuentros y sus experiencias en Irak: Bagdad, sobre todo –aunque con una preferencia comprensible por el ambiente menos tóxico de Kirkuk–, la Zona Verde, donde se irán atrincherando los norteamericanos, y, sobre todo, la vida de los propios iraquíes, que ven cómo sus esperanzas de mejora naufragan ante la insurgencia, bestial desde el primer momento, así como por la improvisación y la falta de medios de quienes en poco tiempo pasan a ser vistos como los ocupantes. Hay escenas y personajes inolvidables, como las que se suceden en el tristísimo zoo de Bagdad, o las protagonizadas por los iraquíes que confiaron en el poder, la determinación y la eficacia de Estados Unidos.
«La puerta de los asesinos» fue publicada en 2006 y se cierra con la ominosa sensación de que Irak se encaminaba hacia la guerra civil. La situación cambió un año después, cuando la Administración Bush decidió por fin dotar al ejército norteamericano de los medios y los contingentes necesarios. El daño, sin embargo, era irreparable. Vino luego la retirada y la aparición del ISIS, que estas páginas ayudan a entender. Como el libro de Packer está tan próximo a los acontecimientos que relata, no queda claro si el autor achaca la responsabilidad a la arrogancia de la camarilla neoconservadora o a la desastrosa ilusión de que a Estados Unidos le bastaba con derrocar a Sadam Husein para dejar instaurado en Irak, país desdichado donde los haya, una democracia. Queda el regusto infinitamente amargo de una ilusión traicionada por la incompetencia y la ideología.