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Bond, progresista Bond

larazon

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En «Goldfinger», la séptima novela de la saga de James Bond, Ian Fleming reflexiona sobre el acto de asesinar de su agente con licencia doble cero: «Matar gente formaba parte de su trabajo. Lo hacía lo mejor que sabía, y luego lo olvidada. La compasión era poco profesional; peor aún, era carcomerse el espíritu sin necesidad». En «Solo», la nueva intriga literaria de James Bond, William Boyd vuelve a plantear el problema de la conciencia ante la muerte: «Bond retrocedió, jadeante, un tanto atónito por su propio salvajismo. La emoción, el justo deseo de venganza, había socavado su profesionalidad y casi lo había matado. Si te propones matar, mata. No te entretengas queriendo embellecer de algún modo tu acción».

Artista posmoderno

El paso del tiempo ha convertido al agente secreto que mataba de forma funcional en un artista posmoderno. No es la única lección artística que puede extraerse de «Solo». El autor vuelve a las fuentes, antes de que los guiones de las películas de Saltzman & Broccoli convirtieran a Bond en un sofisticado y cínico mujeriego que pedía un cóctel del vodka con Martini «agitado, no movido», mientras ligaba. Encargado por la familia de Fleming para retomar el personaje, tras la etapa de James Gardner, que escribió 16 nuevas aventuras de Bond, William Boyd ha querido humanizarlo, dejando a un lado al encantador de damas, las mismas que trataban de matarlo mientras hacían el amor. Sus rivales ya no son unos locos perversos como Fu Manchú, ni siquiera acarician gatos de angora. Lo que no impide que los estereotipos se perpetúen, pese al interés del autor por concebir un relato de espías más apegado a la realidad y a los acontecimientos políticos.Para los amantes del Bond que luce coches espectaculares, utiliza gadgets sorprendentes y vive la vida loca, este Bond es reflexivo y hasta podría decirse que tiene cierta conciencia social.
Se ha hecho de izquierdas sin saberlo por la proximidad con la miseria del Tercer Mundo y la maldad de los corruptos dictadores bananeros, en connivencia con gobiernos y corporaciones petrolíferas que cambian sangre por petróleo. Es cierto que Boyd escribe muy bien, mejor, desde luego, que Ian Fleming, pero es tan correcto es su afán por «normalizar» el mito que aburre sin disgustar. Falta ese entusiasmo «pulp» de Fleming que engancha desde la primera página. A la postre, un final moralmente ambiguo echa por tierra el progresismo de Bond sin conseguir que la aventura exceda la corrección política.