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Mike Tyson, más dura fue la caída

Se publican las memorias de Mike Tyson, el campeón del mundo de pesos pesados más joven de la historia. Un relato descarnado de pobreza, agravios, engaños y mucho boxeo, donde no se elude ningún tema y se acerca sin edulcoraciones a la figura de este ángel negro que conquistó el cuadrilátero a los veinte años.
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El boxeador cuenta su vida de excesos, adicciones y combates en unas memorias descarnadas en las que se retrata en medio de su esplendor y de sus miserias. Una biografía que no elude ninguno de los puntos oscuros de su biografía
Mike Tyson resulta arrogante incluso en sus confesiones biográficas. Es co-mo si necesitara la hostilidad del lector para ser sincero. Resulta difícil encontrar un autor, a lo largo de la literatura, que consiga concitar tanta animadversión hacia él a través de sus propias memorias. El ex campeón del mundo de pesos pesados lo ha conseguido. Su franqueza nace del particular duelo que mantiene con el resto del mundo desde su nacimiento. Un desafío repleto de furia, cólera y rabia. Posiblemente es una herencia de Brownsville, en Brooklyn, donde creció. Aquel barrio era una fosa séptica de seres desahuciados. Un lugar donde la delincuencia resultaba tan extendida que la cárcel parecía destinada a salvaguardar a los ciudadanos honrados. Un día, salió a canearse con una pandilla rival armado con un rifle. Al darse la vuelta, encontró a un tío apuntándole a la cara con un pistolón. Era su hermano y él tenía diez años. Su infancia había transcurrido en habitaciones de hospital debido a una afección pulmonar y él mismo reconoce que «el gen familiar para noquear» provenía «de mi abuela». Aquella mujer resolvió un problema de violencia conyugal golpeando a ese indeseable en la barbilla. «Dejó de pegar a su mujer y se convirtió en otro hombre».
- Supervivencia
Tyson creció en un ambiente familiar desestructurado que sobrevivía en la miseria. Su hogar era una versión tierra adentro de «La balsa de Medusa» de Géricault. Un lugar plagado de locura y de hambre donde a nadie le habría extrañado el canibalismo. Sus amigos solían matarse en la calle por asuntos de droga y él mismo presenció cómo los amantes disfrutaban de su madre con él dentro de la cama. «Las amigas de mi madre eran prostitutas o, por lo menos, mujeres que se acostaban con hombres a cambio de dinero. Nada de alto nivel ni de baja estofa. Acostumbraban a dejar a sus hijos en nuestra casa antes de ir a reunirse con los clientes». Acabaron desahuciados, viviendo cada noche en un edificio diferente. «Esto es algo que odio de mí mismo, algo que aprendí de mi madre: que uno haría cualquier cosa con tal de sobrevivir». Tyson creció rodeado de mujeres duras, «que se peleaban con los hombres», y de chavales que le robaban «en la puerta de nuestro edificio». «A día de hoy, sigo sientiéndome un cobarde por culpa de aquellos abusos. Sentirse así de indefenso es devastador. Nunca olvidas esa sensación». Un tal Barkim, un gallito que lo presentó como su nuevo hijo, le introdujo en la vida criminal. Le animó a asaltar casas. Había cumplido ocho años y ganaba doscientos pavos por golpe. «Aquella fue mi única educación y aquellos tipos, mis únicos maestros».
Todo Tyson está concentrado en esos años, cuando los chicos le caneaban –de niño le costaba pegar a otros compañeros– y su timidez le impedía ligar con las chicas, que le rechazaban. Él reaccionaba a esos plantones, insultanado de la peor forma que conocía (a diferencia de otros de sus amigos, sus relaciones sexuales comenzaron tarde, pero a partir de ese instante se convirtió en un adicto al sexo). De ese periodo ha dejado dos frases para la posteridad: «No creía que fuera a cumplir los dieciséis» y «siempre pensé que yo era mucho más loco que valiente».
Con ese desaforado día a día a nadie le puede extrañar que Tyson acabara encerrado en la trena. La prisión acabó convirtiéndose en su redención, en la galería que conducía a su nuevo hogar. El maco le salvó la vida, como a otros púgiles antes. Allí aprendió a boxear y, sobre todo, se encontró con Bobby Stewart, el hombre que le presentó a a Cus D’Amato, el providencial entrenador de boxeadores que reconoció en ese chavalín de trece años a una promesa aún sin pulir. «Aquí tenemos al campeón mundial de los pesos pesados», comentó al verle guantear la primera vez. No se equivocó.
- Un ángel para Tyson
La presencia de Cus es fundamental para comprender el éxito de Tyson. Él fue quien le dio forma y forjó los cimientos de su carrera. Cus le enseñó a Tyson qué significaba la palabra «miedo» y cómo dominar esa sensación; le dijo cómo debía boxear, moviendo sin parar la cabeza, y, también quien le hizo repetir varios mantras, que engullera sus cucharadas de sabiduría. El primero: «Tu mente no es tu amiga, Mike. Espero que lo sepas. Tienes que luchar contra ella, controlarla, colocarla en su lugar. Debes dominar tus emociones». El segundo: «El mejor boxeador del mundo. Nadie puede vencerme. El mejor boxeador del mundo. Nadie puede vencerme». Mike Tyson irrumpió en el cuadrilátero convencido de que era el nuevo Alejandro Magno, Aquiles reencarnado. Traía los sesos lobotomizados por las heroicidades que habían realizado sus héroes del pugilismo. Sobre la lona lució un estilo seco y elemental, pero efectivo: esquiva y golpea.
La segunda parte de esta fórmula jamás resultó un problema para este hijo de la indigencia y la pobreza. Entre sus dedos escondía coces y sus brazos tenían la contundencia de un martillo. Sus combates compartían una característica común y muy televisiva, y muy adecuada para el mundo del espectáculo: sólo requería colocar un buen golpe (sobre todo su preferido: el «uppercut») para que sus adversarios acabaran soñando en el suelo (a alguno le arrancó el bucal de una mano ajustada y, junto al protector, volaron algunas de sus piezas dentales). Tyson parecía más un buldócer que un boxeador. Pocos púgiles aguantaban su pegada megalítica y sobre ese don se levantó su mito. A los 20 años, era el campeón de los pesos pesados más joven de toda la historia. Entonces comenzó la hora de la destrucción. Ya había peleado con la gonorrea y con fiebre. Se había enrollado con toda clase de mujeres, se casó con una arpía, se perdió en brazos de innumerables «strippers», traicionó, se volvió altivo, se hizo adicto a la coca y al acohol. Se convirtió en el rey de todos los excesos. Combatía y ganaba y se marchaba a continuación de fiesta. Llegaron los escándalos, salió con Naomi Campbell, se enamoró de quien no debía, se asoció a Don King – «un cabrón reptiliano, falso y despreciable»–, se hizo pruebas de sida, y ganó más dinero que ningún otro joven a su edad en el mundo. Era famoso, disfrutaba con los vicios y la megalomanía: «Quería follarme a las mejores chicas, comprarme los mejores coches, poseer las mejores casas». Se había convertido en un «adicto a la celebridad». Y ésa es una rueda de la que muy pocos salen vivos. Llegó lo inevitable: el juicio por violación a Desiree Washington, que lo condenó a tres años en prisión, y un combate que supuso su cuenta a atrás definitiva: Buster Douglas. Contra él perdió el título. Empezaba su caída libre.

Dos puntos negros

Tyson usa estas memorias para reparar su imagen. «No violé a Desiree Washington», afirma. Y luego explica su versión de lo que sucedió. También cuenta cómo Wesley Snipes le rogó que no le golpeara («vivo de mi cara»), algo que también hizo, según él, Brad Pitt. También aprovecha para aclarar por qué mordió la oreja a Evander Holyfield. Tyson argumenta que lo hizo porque él le daba cabezazos. Ahí están los vídeos de la pelea para ver si lo que dice es cierto o no.

Ficha

«Toda la verdad»
Mike Tyson
DUOMO
520 páginas,
19,80 euros

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