Abel Hernández: «A los hijos de la España vaciada nos han dispersado hasta en la muerte»
La editorial Pepitas de Calabaza reedita «El caballo de cartón», el testimonio del fin de la infancia del columnista de LA RAZÓN en Sarnago, su extinto pueblo soriano


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A Abel Hernández (Sarnago, Soria, 1937) se le escapa la melancolía por su voz dulce y por los surcos de su mirada; pero, sobre todo, esa nostalgia por un mundo –su mundo– perdido está en su literatura: deudora de Miguel Delibes y de Jiménez Lozano; hermanada con Julio Llamazares. Tiene Hernández esas hechuras de grandullón de boxeo que invitan a pensar que, como Machado, que pasó por Soria, es en el buen sentido de la palabra bueno. Al autor de «El caballo de cartón» (Pepitas de calabaza) le robaron la patria, que decía Rilke que era la infancia, aunque sigue encontrándola como un pueblo mítico en sus sueños y en sus relatos. No vino a Comala, perdón, a Sarnago, buscando a su padre, porque cuando despertó al mundo ya iba vestido de luto.
¿Qué siente uno cuando le arrancan sus raíces, cuando pierde su tierra?
Se siente sobre todo tristeza. Pero todavía, mientras uno lo recuerde, queda algo; debajo de las piedras aún hay alma. Yo sigo siendo de Sarnago a pesar de todo. Pienso en mi pueblo y me siento testigo de un cambio histórico que pasa desapercibido, que es la pérdida de una cultura milenaria: la cultura rural. Veo caer el techo de mi casa del pueblo y siento un dolor constante: estoy perdiendo mi alma.
La memoria nos traiciona, pero usted se vale del diario de su infancia para reconstruir los recuerdos.
El diario me ha servido de guía para la memoria de mi infancia y me ha hecho recordar cómo se vivía entonces, con todas sus grandezas y miserias humanas, y el cambio que ha habido: de un pueblo lleno de vida a un pueblo silencioso y muerto. El hecho de ver todo aquel cementerio de pueblos en una comarca mágica para mí, que es el escenario de mis sueños y de mi vida literaria, eso es tremendo, y creo que se nota que el libro está cargado de sentimiento, de sinceridad.
«Hay un reflujo de una vida rural, pero esta está siendo invadida por los tentáculos de la ciudad: por la urbanización y la tecnología»
Escribió en LA RAZÓN un artículo optimista con la recuperación del mundo rural.
Creo que hay un reflujo, una vuelta aún minoritaria, basado en datos: en Soria, por ejemplo, el 40% de sus pueblos están ganando habitantes. Es un cambio de signo que se debe a tres factores: un deseo de volver al pueblo, que se puede trabajar a distancia y a que los pisos están muy caros en la ciudad. Con la revolución industrial la gente se fue del pueblo a la ciudad, y ahora la revolución tecnológica parece tomar un camino a la inversa. Eso sí, los pueblos ya no son lo mismo, lo que fue no va a volver, ya no hay vida rural. Son pueblos donde la gente ha comprado casa, pero no hay comunidad, son urbanizaciones, que viene de «urbe», de ciudad; no hay animales, la vida del campo está invadida por las máquinas, por los tentáculos de la ciudad: no sé si es bueno o malo.
En dicha columna se refiere a «la España vaciada».
Desde que salió el libro de Sergio del Molino [«La España vacía»], con un título espectacular, hubo una reacción rabiosa de los habitantes de la España interior diciendo que no está vacía, que ellos están allí; sino que la han vaciado, ¿quienes?, los poderes públicos que la han dejado caer. Esto no ha sido algo espontáneo. En mi tierra, las tierras altas de Soria, fue una presión del Estado que quiso echar a los vecinos para plantar pinos. Una expulsión manifiesta. En otros sitios ha habido abandono, no tenían los servicios básicos.
Ha llegado alto desde el margen de los márgenes, ¿qué papel ha jugado la fortuna en su vida?
En el libro se refleja mucho el azar: hay una serie de circunstancias en mi vida que cuando miro para atrás veo que la cambiaron totalmente. Cuando miro la foto de mi escuela, por ejemplo, y empiezo a repasar qué ha sido de todos estos colegas, resulta que muchos tuvieron mala suerte o murieron prematuramente. Hubo una dispersión, como si hubiera venido una ventolera y nos hubiera dispersado como hojas secas. Ya hasta en la muerte hay dispersión.
«No renegaría nunca de mi infancia pese a las penalidades y la pobreza que había en el pueblo»
¿En qué hemos retrocedido desde entonces?
Hemos perdido algunos valores que hoy se desprecian: yo viví la solidaridad entre la gente, la cercanía, la acogida, la caridad cristiana, la vertebración religiosa bien entendida, la estabilidad familiar y la cultura tradicional: en mi casa en las noches de invierno a la luz del candil mi madre nos leía el «Quijote» en rústica o las leyendas castellanas en romance. También la libertad que yo viví de niño: te ibas al campo tú solo, jugabas al aire libre. Todo era más humano.
¿Idealizamos la infancia?
Seguro. La imaginación es selectiva. Yo he visto el caballo de cartón y he dicho este es mi caballo de cartón, es el mío, soy yo mismo. Yo no renegaría nunca de la infanciacon toda la pobreza y penalidades que había en el pueblo. A pesar de que era un niño sin padre: cuando desperté a la razón me encontré vestido de luto.
