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Especial

Toda una era con Mario Vargas Llosa

Fue un referente, consiguiendo en 2010 el Nobel de Literatura cuando parecía imposible para una figura liberal como la suya

El escritor Mario Vargas Llosa Sáshenka GutiérrezEFE

Con Vargas Llosa desaparece el último de los grandes de la literatura española. Tuvo una existencia plena, como recordaban sus hijos al anunciar su muerte. Pertenecía a una generación que disfrutó los últimos momentos de gloria del mundo. Viajó, luchó, creó, se comprometió. Nada le pasó factura, porque su genialidad siempre lo mantuvo por encima del lodo deshonroso de la lucha fratricida ideológica. Lo tradujeron a toda lengua que tuviera diccionario. Sus libros se vendieron mucho y, gracias a ello, él pudo evitar la tentación de venderse a sí mismo. Lo reclamaron en las tribunas más importantes del pensamiento: universidades, periódicos, centros del saber.

Se le reconoció estando vivo. Su palabra era ley en una época en que las palabras –y las leyes– todavía no se podían cortar, pegar, copiar, bastardear…, y aún existía respeto por ellas. Escribió historias poderosas, vivió experiencias inspiradoras que ensancharon su espíritu. Además, la naturaleza fue con él tan pródiga que lo hizo un hombre algo, guapo, coqueto, de irresistible sonrisa seductora, con el brillo en los ojos de quien se dispone a conquistar el mundo. Era un referente para lectores, y desde luego para escritores. Solo los muy fanáticos de los extremos más fervientes de la política lo relegan en su hora postrera por ser, además de un genio de las letras, un liberal. Pero han de hacerlo con la boca chica, para que no se note demasiado el ridículo de su afán por contraponerlo a otros nombres situados en el córner más izquierdo ideológico. Como si tuviésemos que elegir, también en la literatura y el pensamiento, entre unos y otros según la filiación política. Siempre hay quien expende carnets ideológicos incluso en esto. Hasta para morirse hay que escoger filiación política, porque va el entierro en ello. (Qué lamentable todo…).

Varguitas, como sus propios hijos le llamaban, fue un niño precoz que con 16 años escribió una primera novela, y redactaba la crónica negra en un periódico de su Lima querida, el lugar al que volvió para exhalar el último aliento después de tantas rondas sentimentales y literarias por el mundo. En 1990 intentó una aventura política postulándose candidato a la presidencia del Perú, pero perdió contra Alberto Fujimori, dejando en entredicho lo que él mismo vaticinó: «Prefiero ser un buen escritor antes que un mal presidente», pues a nadie le cabe duda de que habría sido mucho mejor presidente…, no que escritor, pero desde luego sí mejor de lo que resultó Fujimori. El pueblo no siempre acierta en sus elecciones, como es fama.

En 1963, mientras escribía «La ciudad y los perros», dicen que alquiló una habitación en un burdel de Lima, el único sitio donde encontró la tranquilidad suficiente para trabajar. Debía ser un lupanar inusualmente serenísimo en comparación con la vida agitada de la ciudad… Era muy aficionado al flamenco, y quiso ser torero hasta que su familia le obligó a escoger la toga de abogado, olvidándose de la capa y el estoque.

Pero algo taurino, de enfrentarse a la vida sin aprensión, sí debió quedarle muy dentro, porque nunca tuvo miedo a decir lo que pensaba, reflexionando y argumentándolo con su inteligencia y las claves que le proporcionaron una vasta cultura y una amplia mirada que ambicionó sondear las profundidades más recónditas del alma humana. Consiguió el Nobel en 2010, cuando parecía imposible para un liberal como él. El Nobel, siempre vetado a escritores que no estén claramente situados en la esquina muy izquierda política. Eso sí fue salir por la puerta grande... Pero al final se ha ido, desmemoriado y ya ajeno al mundo, porque resultó ser mortal.

Con él finaliza una era.

Nadie vendrá detrás.