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El silencio de un inmortal

Mario Vargas Llosa, pensador de la literatura

Concibió la novela como la suma de las realidades de nuestra condición humana, una poética narrativa con la virtud de convertirse incluso en enemiga de lo que pretende contar y con hitos de pertinente recuerdo

El escritor peruano Mario Vargas Llosa
El escritor peruano Mario Vargas LlosaEMILIO NARANJO(EPA) EFE

Como es bien sabido, no falta en la vasta producción literaria de Mario Vargas Llosa, que acaba de fallecer en su casa de Lima, una línea ensayística con hitos de tan pertinente recuerdo como su libro sobre García Márquez (1971), sus estudios sobre «Madame Bovary» (1975) –novela cinco años anterior a «Los Miserables» y sin embargo tan volcada ya hacia la evolución posterior del género–, José María Arguedas (1996), Rubén Darío (2001), Juan Carlos Onetti (2008), Borges (2020) y Galdós (2022). Añádanse a tan cumplido repertorio sus ensayos sobre la novela moderna que tituló, en 1990, «La verdad de las mentiras», o, por caso, sus «Cartas a un joven novelista», de 1977, todo un deslumbrante tratado narratológico escrito como si fuese una autobiografía.

Para el autor de «La ciudad y los perros» la vocación literaria no era un pasatiempo, sino una dedicación exclusiva y excluyente que le exigía no solo crear literatura, sino también, en cierto modo, reflexionar sobre ella e, incluso, hacer proselitismo. Además, en textos como los antes citados, al tratar de otros autores y obras Vargas Llosa estaba a la vez ofreciéndonos claves imprescindibles para la cabal comprensión de las suyas propias, como sucede también con sus estudios sobre Tirant lo Blanch, o con «Historia secreta de una novela» (1971), en donde desvela el proceso creativo de «La casa verde», por no citar su prólogo a la edición de «El Quijote» que la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE) publicó en 2005.

En esta línea hay que encuadrar uno de sus libros que por una parte nos ilustra con una inteligente crítica de «Los Miserables» a más de ciento cincuenta años de su primera ideación por parte de Victor Hugo, y por otra viene a reiterarnos algunos de los postulados fundamentales del escritor peruano sobre el arte de la novela. En este sentido, junto al recurso a piezas destacadas de la bibliografía sobre el romántico francés, Vargas Llosa no se deja vencer por el pesado lastre de la terminología narratológica, sino que, por el contrario, alumbra expresiones tan brillantes como fueron en su momento «historia de un deicidio», «la orgía perpetua» o «la verdad de las mentiras» para trabar el cuerpo de su concepción teórico-práctica de la novela.

En sus «Cartas a un joven novelista» (Alfaguara), para justificar algo que está muy presente en su propia obra –me refiero al fundamento de casi todas ellas en la experiencia del propio escritor– Vargas Llosa recurre al símil de un striptease invertido, pues el novelista, al contrario del streaper, «iría vistiendo, disimulando bajo espesas y multicolores prendas forjadas por su imaginación aquella desnudez inicial, punto de partida del espectáculo». Y tal símil lo refuerza con una referencia al catoblepas, el animal mítico que Flaubert introduce en «La tentación de San Antonio» y Borges incorporó a su «Manual de Zoología Fantástica». Una criatura imposible que se devora a sí misma, de los pies a la cabeza, tal y como el novelista se nutre de su propia experiencia para construir sus historias.

Pero tales experiencias no son más que la sustancia de contenido de un universo de ficción creado con palabras y dotado de una forma eminente cuando de una verdadera creación literaria hablamos. Todo se somete al logro de una forma artística, de un estilo pertinentemente elegante y de una composición armoniosa, que acrediten la pertenencia de una novela concreta al ámbito de Literatura, una de las bellas artes. En el núcleo más íntimo de la poética narrativa de Mario Vargas Llosa, como también en el del propio Cervantes, opera el convencimiento de que la impostura que toda ficción es solo será aceptable sin desdoro de la inteligencia del lector si las técnicas narrativas puestas en juego están logradas, y a través de las ilimitadas capacidades de ilusionismo y prestidigitación que la forma le proporciona al novelista con talento genera un fabuloso poder de persuasión.

Es lo mismo que el canónigo toledano le explica al cura de «El Quijote» en el capítulo XLVIII de la primera parte, en donde radica la regla de oro de lo que después de Cervantes y hasta nuestro Nobel hispanoperuano de Literatura constituye la novela moderna: «Hanse de casar las fabulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren, escribiéndose de suerte que facilitando los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y entretengan, de modo que anden a un mismo paso la admiración y la alegría juntas; y todas estas cosas no podrá hacer el que huyere de la verosimilitud y de la imitación, en quien consiste la perfección de lo que se escribe».

En definitiva, «lo que una novela cuenta es inseparable de la manera como está contado. Esta manera es lo que determina que la historia sea creíble o increíble», leemos en las «Cartas a un joven novelista», y en varias de ellas el maestro le explica a sus potenciales pupilos cuáles son los recursos narratológicos principales, sin olvidar ninguno de los que esa nueva disciplina así denominada por Todorov al final de los años sesenta registra, pero describiéndolos a su mejor gusto y criterio en los capítulos que corresponden al narrador, al espacio, al tiempo y a lo que Mario Vargas Llosa llama el «nivel de realidad».

A este respecto, yo destacaría en «La tentación de lo imposible» (Alfaguara) el rubro «el divino estenógrafo», acuñado para referirse al narrador omnímodo y autor implícito en el texto, el alter ego que el escritor precisaba para saciar sus ansias de totalidad deicida y erigir un universo cerrado donde lo sublime va de la mano de lo trivial, lo angélico de lo perverso, y lo histórico de lo particular. A este «divino estenógrafo», a semejante taquígrafo puntual y exhaustivo del universo novelesco, émulo de aquel narrador que René-Marie Albérès definía como «un jefe de la policía que tuviese también acceso a los ficheros de la Providencia», se dedica el capítulo inicial, y los seis siguientes abordan otros tantos aspectos de obra tan desmesurada como «Los Miserables»: desde la fuerza que en ella tiene el Destino o la caracterización de sus personajes a la estructura de la sociedad reflejada, el deísmo de Hugo y su creencia en lo ilimitado del progreso humano.

Pero el ensayo concluye con un capítulo que se titula como todo él, en donde, de nuevo, Vargas Llosa reitera su consideración de la novela como suma de la realidad o de las realidades que nuestra condición humana concibe y desearía agotar, al mismo tiempo que sabe de lo quimérico de semejante intento. Victor Hugo fue quien de rescatar a su público, entre el que sobresale el propio Vargas Llosa, de «esa cárcel de alta seguridad que es la vida real». Su testimonio como lector no contradice su práctica como autor, sino todo lo contrario, y, casi de soslayo, deja caer un reproche hacia la literatura de hoy, que –dicho en términos piadosos– «tiende a ser intensiva más que extensiva».

Precisamente por este reproche, datado en 2004, confesaré que no me dejó de sorprender la lectura hace ya muchos años de un artículo titulado «Lisbeth Salander debe vivir» («El País», 6 de septiembre de 2009), en el que el autor de «Conversación en la Catedral» se mostraba entusiasmado por la caudalosa narratividad del malogrado Stieg Larsson. Me pareció entonces que Vargas Llosa subrayaba, quizás en exceso, una virtud del popular novelista sueco de la que él también disfruta sobradamente, su desbordada capacidad de narrar, pero que, al tiempo, muy generosamente, no ponía en evidencia sus palmarias carencias. En definitiva, intentaba convencernos de que una novela puede ser formalmente imperfecta y, al mismo tiempo, excepcional. Algo equiparable a la «escritura desatada» que el canónigo toledano le atribuye a los libros de caballería en «El Quijote».

Muchos prolijos best sellers como los aludidos se caracterizan por una paradójica desliteraturización de la literatura. Por su no-estilo, como si una prosa con autoconciencia de sus virtualidades poéticas pudiese convertirse en la gran enemiga de lo que se pretende contar. Exactamente lo contrario de lo que los lectores de Azorín, a quien Vargas Llosa dedicó su discurso de ingreso en la Real Academia Española en 1994, encontramos en sus novelas, donde puede que no sucedan muchas peripecias –acaso ninguna–, pero en las que la lengua luce por sí misma en toda su expresividad.