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El silencio de un inmortal
Las últimas "palabras" leídas y escritas hasta el final
Decía que no escribía para la muerte, sino para la vida, y que elegir a Sartre para su última obra fue una metáfora

Cuando la vida comenzaba a hablarle en susurros, cuando la literatura ya no era un oficio sino un hábito de la respiración, Mario Vargas Llosa se retiró sin alharacas. Cerró las puertas al bisbiseo del mundo y se quedó con lo esencial: sus cuadernos, su escritorio…, sus libros. Sabedor de que las páginas impresas resuelven cosas que nunca viviremos o que ya no podremos vivir. Garabateaba todavía a mano, con tinta negra, en cuadernos pautados, como cuando comenzó en Lima, setenta años atrás. «Me gustaría que la muerte me hallara escribiendo, como un accidente…», había dicho alguna vez. Y los dioses del Parnaso literario se lo concedieron. Murió en su tierra natal, a los 89 años, con la sobriedad de quien ha hecho de la disciplina una forma de eternidad.
En sus últimos meses no concedió entrevistas ni apareció en público. Pero no fue el silencio de un hombre cansado. Fue el retiro del monje laico que, tras haberse expuesto tanto, se ovilla para dialogar con sus muertos, con sus maestros y con todas sus contradicciones. No escribió otra novela ni estaba en su pensamiento argumento alguno. «Le dedico mi silencio» (2023) fue la última. En esa historia de un erudito, Toño Azpilcueta, que sueña con un país reconciliado por los valses y las marineras, se encierra una utopía íntima: la idea de que el arte puede salvar lo que la política ha deshecho.
En el posfacio, sin algazaras, anunció su definitiva despedida de la ficción. Ya no había tiempo. «Tengo 87 años y, aunque soy optimista, no creo que viva lo suficiente para trabajar en una nueva ficción», dijo con esa mezcla de lucidez y resignación que solo los años cumplidos nos conceden. Pero en lugar de frenar la pluma, se volvió hacia uno de sus antiguos espíritus: Jean-Paul Sartre. El Sartre de «La náusea» y de «El ser y la nada», el Sartre de «Les temps modernes», el mismo que lo había deslumbrado a sus veinte años y del que luego se distanció –como se hace freudianamente de los padres–, pero al que nunca terminó de abandonar.
En 2023 publicó dos columnas en «El País» que fueron, sin decirlo, cartas de amor y reproche al viejo maestro. En «Sartre y el viejo librero» evocaba el París de los años 60: «Éramos pobres y estábamos deslumbrados por la riqueza de sus ensayos, sus poemas y su teatro. Ese París ya no existe». En «La náusea» leía de nuevo la novela con los ojos sin nostalgia de quien ha vivido lo suficiente para entender que las ideas envejecen, pero no el deseo de comprenderlas. Por eso anunció que su último trabajo sería un ensayo-acercamiento sobre el existencialista. «Fue mi maestro cuando era joven», confesó. No sabemos aún si el manuscrito está terminado, si jamás se empezó o si lo poco o mucho que quede verá la luz para alumbrarnos. Pero no dudamos de que sobre su antiguo maestro vertió su definitiva inclinación. Releerle era para Vargas Llosa no sólo una tarea intelectual, sino casi una forma de confesión laica. Un ajuste de cuentas. Una meditación crepuscular sobre lo que significa escribir, intervenir y comprometerse.
En los márgenes de sus días finales, el autor escribió un prólogo al «Misterio del último Stradivarius», de su amigo Alejandro Guillermo Roemmers. Allí, como si no quisiera despedirse nunca, dejó impresa una última nota de entusiasmo: «Como viejo aficionado a la música clásica que soy, he disfrutado viendo al violín, uno de los más hermosos instrumentos musicales, convertido en protagonista de una ficción». Fue su firma derramada en otra partitura, su forma de seguir vibrando. En el escritorio de Mario Vargas Llosa aún reposaban los últimos ejemplares del «Times Literary Supplement», un libro sobre el Congo, un artículo suyo subrayado y (posiblemente) una taza de café a medio beber. La vida seguía entre sus cosas y afanes, como si fuera a regresar en cualquier instante.
Decía que no escribía para la muerte, sino para la vida. Que el escritor, a la manera juanramoniana, que se encierra en una torre de marfil no lo representaba. Quiso vivir hasta el fin como ciudadano comprometido y como autor. Nunca se resignó al papel de testigo pasivo. «Si uno cree que los libros y las ideas importan, entonces la participación es una obligación moral», repetía Vargas Llosa. Y así apuró sus casi nueve décadas: como quien escribe para oponerse a la resignación y redimiendo su tiempo de la insignificancia.
Que eligiera a Sartre para su última obra no fue un capricho, sino una metáfora. Entre Sartre y Borges, entre el intelectual militante y el poeta contemplativo, aquel «sartrecillo valiente» de sus años limeños, siempre vivió dividido.
Esa tensión definió su paso por entre nosotros tanto como su obra. Su retorno al autor francés –a sus sombras y sus luces– es también el retrato final de un intelectual que nunca dejó de pensar, de discutir ni de dudar. Un hacedor de palabras y de historias que nunca quiso convertirse en efigie. Murió como vivió: escribiendo. Reflexionando. Recordando. Tal vez corrigiendo, con su pluma azul, una frase ajena, una palabra propia…en un universo lleno de papel con vida. Su partida no es solo el fin de una obra monumental, es el silencio tras una larga –eterna– conversación, dentro o fuera de cualquier catedral. Lo que aún resuena, como un eco persistente, es esa última voluntad: seguir hasta el final. Y su voluntad se hizo, sabedor de que no hay más tinta que la que dejamos en los otros.
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