«Los justos»: Camus, ante la barbarie de ETA
Boris Annenkov, Ivan «Yanek» Kaliayev, Dora Dulebov, Stepan Fedorov y Alexis Voinov planean un asesinato: el gran Duque, una pieza clave en el Estado absolutista de la Rusia de los zares, ha de morir para liberar al pueblo del hambre y la miseria y avanzar hacia la revolución soviética. Pero, en el último momento, Stepan se echa atrás: en el carruaje donde debe arrojar la bomba, el gran Duque viaja con su esposa y sus sobrinos. Cuando estrenó «Los justos» en 1949, Albert Camus dejó clara su posición sobre uno de los más complejos debates del sangriento siglo XX, en general, y sobre el conflicto franco-argelino en particular, el que le acuciaba en aquel momento, y en el que los partidarios de la independencia comenzaron a usar técnicas terroristas: para Camus, el fin no justificaba los medios. Años después daría su famosa respuesta a un periodista, la siempre mal citada: «Entre la Justicia y mi madre, prefiero a mi madre», que en realidad era una frase más larga sobre las bombas que en esos momentos explotaban en Argel. Los protagonistas de «Los justos» lograrán su objetivo en su segundo intento, pero la duda ya se habrá sembrado en Dora y Yanek, el acto terrorista clamará más sangre y el odio se abrirá paso. Stepan es el más radical e inflexible de los extremistas camusianos. No acepta el poder revolucionario de la poesía –«sólo la bomba es revolucionaria»–, desprecia la alegría y tiene claro justo lo contrario de lo que Camus defendió: «Yo no amo la vida, sino la justicia, que está por encima de la vida», dice el adusto terrorista. Las ideas, en la prosa de alto vuelo del Nobel francés, serán un ir y venir de quienes creen que todo vale contra quienes comienzan a dudar del papel de la violencia.
Cada sociedad tiene sus «justos» –así se denominan ellos–, quienes creen que con un tiro en la nuca se pueden cambiar las cosas. No es de extrañar que una compañía teatral española viera el potencial de Camus aplicado al País Vasco. Y, sin medias tintas, han llevado el gran texto teatral a su terreno. En «Los justos» de 611teatro, Stepan es Josu, Dora se convierte en Maite e Ivan Kaliayev en Mikel. «Camus hace un alegato contra la violencia y habla de cómo ésta destruye tanto a la víctima como al verdugo y a la propia idea», explica Javier Hernández Simón, el coautor de la adaptación, junto a José A. Pérez, además de director de este montaje. Como bilbaínos que son, ambos conocen el terreno que pisan. «Desde que nací, hasta hoy, ETA siempre ha estado ahí en mi día a día. Teníamos la necesidad vital de hablar de este tema, y encontrábamos alrededor nuestro y en el sector cultural un vacío: no había obras que hablaran de ETA y contra ETA, pero, más que nada, sobre ETA, no como telón de fondo. Necesitábamos reflexionar sobre esto que nos está pasando durante los últimos 50 años y que ha dejado tantas vidas en el camino».
El montaje cuenta además en escena con otro vasco, Ramón Ibarra, junto a un elenco del resto de España formado por Álex Gadea, Pedro Alonso, Lola Baldrich, Rafael Ortiz y Pablo Rivero Madriñán. «Los justos» se estrenó el pasado mes de octubre en Alzira (Valencia), y después se vio en Valencia y Valladolid. Pero hoy tiene una cita muy especial: su estreno en el País Vasco, en el San Agustin Kultur Gunea de Durango. Más adelante visitará Barakaldo (5 de abril), además de otras citas por su gira española, como Mérida (21 de marzo). «Es un estreno en el país Vasco, muy emocionante para nosotros», reconoce Hernández Simón. «Para todos, pero para los que somos de allí, especialmente. También por la expectación de cómo se va a recibir la obra. La gente de allí que ya la ha visto la ha recibido de forma especial. Es algo bastante catártico». Asegura que no llegan con preocupación, «siempre piensas, ''a ver si viene algún enajenado, algún exaltado''. Es una obra que cualquier persona que sea de una posición extrema no va a estar de acuerdo con ella, pero creemos que es algo sobre lo que hay que hablar, y hay que hacerlo desde la reflexión y la serenidad. Vamos sin ningún miedo». Van armados de la mejor manera posible: «Camus intenta decirnos que la verdadera arma del ser humano, la única legítima posible, es la palabra».
Está claro que el conflicto entre Argelia y Francia, o la vida en la dictatorial Rusia zarista, nada tienen que ver con la situación del País Vasco. Aun así, el director cree que la obra «cuadra bastante bien, tampoco hay que meterle mucha mano, porque es una obra de personajes y estos son atemporales. Hay una cuestión clara: tanto en el conflicto francoargelino como en el de la Rusia zarista donde sitúa el conflicto Camus, sí se vive una situacion real de opresión. Argelia es una colonia imperializada y Rusia una sociedad zarista, prácticamente feudal, una locura, un totalitarismo absoluto. Para nosotros era importante sacar el conflicto de una situación política tan concreta como podía ser la dictadura franquista, por eso lo hemos situado a finales de los 70, ya en los primeros años de la democracia, cuando todo el país está empezando a aprender a vivir en libertad y a escoger sin nadie que los esté oprimiendo. Era la etapa en que se produce la escisión entre ETA político-militar y ETA militar. También dentro de ETA se abre ese debate: era el momento en que podían empezar a utilizar vías democráticas».
Imponer la revolución
Pero en toda época hay quien prefiere el sonido de las pistolas. «El día en que nos decidamos a olvidar a los niños, seremos los amos del mundo y la revolución triunfará», dice Stepan. «Ese día la humanidad entera odiará la revolución», le responde Dora. «Qué importa, si la amamos lo bastante para imponerla a la humanidad entera y para salvarla de sí misma y de su esclavitud», sigue su compañero. «Es verdad que en el texto de Camus se puede llegar a la ambigüedad: si vives bajo un sistema totalitario, siempre hay alguien que puede encontrar una excusa para coger las armas», explica el director del montaje. «Tenemos que reflexionar, como sociedad, que en una democracia no se puede justificar la utilización de la violencia de ninguna manera». Dicho en palabras de Dora –o Maite, si prefieren–, otra de las protagonistas: «Si la única solución es la muerte, no vamos por buen camino. El buen camino es el que conduce a la vida, al sol. No se puede tener siempre frío».
Cuenta Hernández Simón que han sido diez años desde que comenzaron a trabajar en esta adaptación. «Cada acción de ETA ha condicionado siempre a la obra», reconoce. «El cese definitivo de la violencia, este final tan próximo que ya vemos de ETA, y lo digo casi como un susurro, para que no se rompa, entendemos que crea unas condiciones sociales en las que sí se puede debatir de una forma más serena. Lo más importante es que, ahora mismo, no hay muertos recientes, por llamarlos de alguna manera, sobre la mesa, y eso no debemos perderlo de vista como sociedad. Esta situación crea en el espectador una serenidad, una posibilidad de dejar su posición inamovible para reflexionar sobre lo que ha pasado, entenderlo y encontrar las vías para que no vuelva a pasar ». Claro que sí que hay muertos. Un millar, algunos no muy lejanos en el tiempo, y cuya memoria aún es dolorosa para muchas familias. «Son heridas que habrá que ir restaurando con generosidad social. En la obra, hay una escena, para mí la más íntima y la más complicada, en la que la esposa de la persona a la que han matado se encuentra cara a cara con el asesino de su marido. Camus nos muestra un camino: esa mujer, con su dolor, viene a perdonar para poder seguir hacia adelante. Pero como país, como sociedad, la clase política y cada uno de nosotros como ciudadanos, tenemos que tener muy en cuenta el sufrimiento de la gente durante estos 50 años largos y no hay que olvidar a la gente que ha sufrido el terrorismo en sus carnes de una forma directa. La sociedad tiene una deuda con ellos y hay que cuidarlos de la mejor manera posible».
Durango, a una semana de la foto de la vergüenza
Ha sido casualidad: en 611Teatro ni imaginaban que habrían de estrenar en Durango una semana antes de que, en la misma localidad, 63 etarras se reunieran para comer y hacerse una foto juntos, protegidos por la Ley (a la derecha). «Si lo hacemos a drede no nos sale, para bien y para mal», reconoce Javier Hernández Simón. Preguntado por qué opinaría Camus de la foto, el director no asume la responsabilidad. «Se me ponen los pelos de punta. No sé lo que diría. Creo que, más que de la foto de Durango, Camus hablaría de que, como sociedad, y cada uno de nosotros como individuos, tenemos que tener la madurez, la serenidad y la generosidad para saber terminar con esto de una vez por todas». ¿Los etarras de la foto habrán leído a Camus? «Alguno sí». Y añade: «La justicia no es un hecho, es un concepto. Lo que es un hecho irrevocable es la muerte. La vida no puede estar por debajo de la idea. No sé a qué conclusiones habrán llegado estos etarras. Espero, desde luego, que en el camino que tomen se den cuenta del terrible error que han cometido con esa línea».