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Los tercios de Carlos II contra la Francia de Luis XIV

Aunque su época dorada en los campos de batalla había pasado, los tercios fueron la primera línea de defensa de Europa frente al expansionismo de la monarquía gala.
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Aunque su época dorada en los campos de batalla había pasado, los tercios fueron la primera línea de defensa de Europa frente al expansionismo de la monarquía gala.
La muerte de Pedro de Acuña y Meneses, marqués de Assentar, en la batalla de Seneffe, constituye un excelente ejemplo de los sacrificios a que se vieron abocados los soldados de Carlos II, el último monarca español de la dinastía de Habsburgo, en su lucha contra la Francia de Luis XIV. Nacido en Portugal a inicios del siglo XVII, Acuña se mantuvo leal a Felipe IV cuando se produjo la sublevación lusa de 1640 y tuvo que huir a Castilla. De España pasó a Italia, donde fue maestre de campo del Tercio de Saboya (1655-1659) –tuvo un papel destacado en la victoriosa defensa de Pavía (1655) y la batalla de Fontana Santa (1656)– y del Tercio de Lombardía (1659-1662). Fue gobernador de Novara (1662-1665) y de Ceuta (1665-1672). El estallido de la Guerra de Holanda en 1673 motivó su designación como maestre de campo del Ejército de Flandes. Era el segundo al mando por detrás del gobernador de los Países Bajos. La intervención española en la Guerra de Holanda demostró cuánto había cambiado la situación internacional tras la Paz de Westfalia (1648), que había puesto fin a la Guerra de los Treinta Años y en la que la Monarquía Hispánica reconoció la independencia de la República holandesa. En 1672, Luis XIV lanzó una sorpresiva invasión contra Holanda que llevó la república al borde del colapso. La intervención española en 1673 resultó providencial para los antiguos súbditos rebeldes de la monarquía, que junto a Carlos II y el emperador Leopoldo I formaron una coalición para contener el expansionismo francés.
La «más sangrienta»
En verano de 1674, un contingente imperial se agregó al ejército español de Flandes y a las fuerzas de las Provincias Unidas para expulsar de suelo flamenco al ejército francés al mando del príncipe de Condé, célebre vencedor de Rocroi (1643) y Lens (1648). El 11 de agosto, mientras los aliados marchaban entre Nivelles y Mons para tratar de rebasar la posición francesa en Trazegnies, el veterano Condé, siempre agresivo, lanzó un devastador ataque. Comenzaba «la batalla más reñida y sangrienta que han visto en muchos siglos los Estados de Flandes», según un oficial español que participó en la acción. 62.000 aliados se batieron contra 44.200 franceses. La marcha discurría por un terreno boscoso lleno de barrancos, por lo que el veterano marqués de Assentar se mostró fatalista. «Si salimos bien de esta hemos de hacer milagros, pero temo mucho un desmán; mas a mí no me dejan ejercer mi oficio y así no tendré la culpa de lo que sucediere», le dijo a uno de sus oficiales en alusión a las discordias de su ejército. Se hizo audible el estrépito de los cañonazos y la mosquetería, y al poco apareció un oficial holandés que anunciaba que toda la retaguardia se desbandaba perseguida por los franceses. «Vimos venir toda la caballería de Vaudemont puesta en fuga, sin que su multitud y la confusión con que venía diese lugar a rehacerse, y por la estrechez y la mala calidad del terreno, atropellaron la mayor parte de nuestra retaguardia», dijo el oficial español. La catástrofe parecía inminente. El cronista Félix de Lucio Espinosa y Malo cuenta qué sucedió: «Estando el marqués de Assentar mirando este suceso, pidió un poco de infantería [...], y viéndolo el francés, hizo avanzar cinco o seis grandes batallones de infantería y uno de caballería, cogiendo la espalda a los nuestros, con que empezaron a descomponerse, viéndose tan prontamente embestidos, aunque el marqués de Assentar hacía con gran valor y esfuerzo cuanto podía por ponerlos en orden, y peleó con tanto denuedo y tan extraordinario coraje, que dejó la vida con siete heridas que recibió asistiendo al frente de la infantería». Los aliados fueron expulsados de Saint Nicolas y el cuerpo sin vida del marqués quedó en manos de los franceses, que lo devolvieron para que fuese enterrado con honores. El choque quedó en tablas y arrojó 14.000 bajas entre ambos ejércitos: «Este año dio una sangrienta cosecha en aquellos campos, siendo de las más memorables batallas que en muchos años se han visto en Europa».
«Los tercios 1660-1704»
Tras la Paz de los Pirineos (1659) con Francia, los ejércitos de la Monarquía Hispánica parecen fundirse en una nebulosa de incertidumbre. La Francia de Luis XIV, merced a unas fuerzas armadas en constante expansión gracias a sus eficaces intendentes, consolidaron la hegemonía militar gala y obligaron a la España de Carlos II a redefinir su papel en Europa. Del mismo modo que hasta la Paz de Westfalia (1648) solo las grandes coaliciones habían logrado frenar a la Monarquía Hispánica, en la segunda mitad del XVII solo la alianza de esta con el Sacro Imperio, las Provincias Unidas e Inglaterra pudo contener el expansionismo francés. La debilidad hispana en términos políticos y económicos no dejó de afectar a sus ejércitos, siempre faltos de elementos indispensables para hacer la guerra, como hombres y dinero. Se trataba, a pesar de todo, de unos ejércitos que, lejos del mito que los presenta como fuerzas anticuadas e ineficaces, lograron adaptarse con relativo éxito a las transformaciones tácticas, armamentísticas y organizativas del periodo, y, sobre todo, que mantuvieron la integridad de la monarquía de Carlos II, que pudo legar así su extenso imperio intacto a Felipe V. A pesar del declive, la Monarquía Hispánica logró hitos como la autosuficiencia en la fabricación de armas, la creación de academias militares especializadas como la de Bruselas, germen indiscutible del futuro Cuerpo de Ingenieros, o la formación de una de las mejores caballerías de Europa, ensalzada tanto por aliados como por enemigos. Y a Carlos II, desde luego, no le faltaron hombres dispuestos a luchar hasta las últimas consecuencias.

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