Márquez no tiene quien le escriba
El novelista fallece a los 87 años en México
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Pocos críticos estamos de acuerdo en esta denominación de origen periodístico. El término «boom» no define la etapa creadora de la literatura latinoamericana más valiosa del pasado siglo, sino que es un proceso de maduración en el que los escritores de la América de habla española y brasileña construyen una realidad literaria original y escapan de los modelos tradicionales. En el corazón del «boom» se halla la novela del escritor colombiano Gabriel García Márquez «Cien años de soledad», publicada en Buenos Aires en 1967. Incluso dentro de la vasta obra del autor podríamos establecer un antes y un después de la edición. La primera parte de su experiencia literaria la alcanzó en el mundo del periodismo. Pasó de Barranquilla a Bogotá, donde escribió en «El Espectador» y en otros periódicos. Allí forjó su estilo, sentencioso, conciso, objetivo, que ha de contrastar con la exuberancia imaginativa. En la primera parte de sus memorias describe el reencuentro con el paisaje de Aracataca, su pueblo natal. Contra lo que tantos suponían, su imaginación fabuló un territorio mítico con el paisaje de su infancia, Macondo, remedo de algunas experiencias vividas y pasadas por el filtro de una genial capacidad recreativa. En paralelo van creciendo las obras de Carlos Fuentes, con quien García Márquez mantuvo una intensa relación durante su estancia en México, el chileno José Donoso, quien había coincidido con Fuentes en una escuela internacional, Mario Vargas Llosa (nuestro otro Nobel) cuando viajaba desde Lima hasta España con una beca. Su novela «La ciudad y los perros» (1963), publicada en Barcelona por Seix-Barral significó el inicio del fenómeno. Con ella se abrió el concepto de «boom» y supuso la internacionalización del fenómeno y el descubrimiento de la literatura iberoamericana.
Junto a estos nombres centrales del grupo pueden inscribirse el argentino Manuel Puig, el cubano Guillermo Cabrera Infante y otros más. La importancia del «boom» reside también en la tarea de rescate que consiguen otros nombres ilustres y escasamente conocidos. El caso más peregrino es el de Jorge Luis Borges, leído por todos ellos. Alguno de sus rasgos puede rastrearse en la novela de García Márquez. Son los años dorados también de la poesía e incluso del pensamiento de otro Nobel, Octavio Paz. Julio Cortázar, desde su observatorio parisino, se convertiría asimismo en un destacado propulsor. Cada uno de ellos, y otros periféricos aunque no menos significativos, trazan su obra personal sin programa común, salvo el de la exigencia con la obra. El público lector se amplía gracias a los esfuerzos iniciales de Carlos Barral, quien tuvo un importante papel en el descubrimiento de nombres que se reducían en muchos casos al ámbito local. Sin embargo, el caso de «Cien años de soledad» es paradójico. Pese a ser un libro de una cierta densidad, que permite lecturas a varios niveles, su éxito en Argentina desbordó todas las previsiones. Las ediciones se sucedieron rápidamente. Aunque el lanzamiento internacional se realizó desde Barcelona gracias a la eficacia de la agente literaria Carmen Balcells, el núcleo principal había trabado relación en México. Allí García Márquez, antes de lanzarse a escribir «la novela» colaboró con Fuentes en alguna aventura cinematográfica, ya que se instaló en la capital en 1961. Con anterioridad había realizado estudios cinematográficos en Roma con Cesare Zavattini. Pero la gran decisión de su vida, tras pasar veinte años de espera, fue la de concebir una novela cuyos modelos escapan a su tiempo. Abandonados sus estudios de Derecho, había leído la gran novela francesa existencialista, la inglesa y la estadounidense, en especial Faulkner, en lo que coincidirá con otros miembros del «boom», pero sus modelos eran más ambiciosos: «Las Mil y Una Noches» o la Biblia. Ya había publicado un libro de cuentos y otras novelas breves, así como una auténtica obra maestra, «El coronel no tiene quien le escriba». La figura de este anciano que acude durante años a la oficina de correos para recibir una pensión que no ha de llegar nunca nos remite a una experiencia autobiográfica del autor durante su estancia en París en 1957. Su obra posterior a «Cien años» no es menos exigente. «El otoño del patriarca», publicada en Barcelona en 1975 y escrita entre Barcelona y México es un barroco y espléndido mural de la decadencia de un dictador. La política nunca dejó de interesarle, pero su análisis de la dictadura responde a una corriente en la que habían destacado Asturias, Carpentier y Roa Bastos. El autor colombiano transforma su estilo en una gran exuberancia verbal. Sus párrafos se extienden hasta un caos ordenado que tiende a reflejar el tiempo infinito de la dictadura. Si en Cien años advertíamos una soterrada línea de humor rabelaisiano, aquí ha optado por lo grotesco.
El resto de su obra no se alejó de su marcada exigencia. «Crónica de una muerte anunciada» es un ejemplo de concisión y de un instrumento casi de relojería. Se publicó en 1981, inspirada en un hecho real. Tiene algo, pues, de aquel periodismo que siguió cultivando por algún tiempo, aunque libremente interpretado. De este libro se hizo una primera edición de 1.050.000 ejemplares. El prestigio de García Márquez desbordaba todas las previsiones. Nunca abandonó, como el resto de los escritores del «boom», su vocación experimental. Nunca rebajó el nivel de exigencia de sus textos, como puede comprobarse en sus memorias. Éste es el corazón del «boom», la obra de un patriarca que no se rinde.