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Lisboa

Queipo de Llano, el Franco de la Macarena

La Hermanda asegura que no está decidido el traslado de sus restos

Las leyes que quieren imponer una «memoria de Estado» y una «verdad» se construyen sobre el trazo grueso, algo que desprecia cualquier historiador serio. Es el caso del general Queipo de Llano, cuya tumba de la basílica de la Macarena ha ordenado retirar la Junta de Andalucía en cumplimiento de su Ley de Memoria Histórica y Democrática (2017). El motivo es que el militar es calificado de «genocida franquista» y, por tanto, como símbolo de la dictadura, sus restos mortales deben ser trasladados a un columbario. Pero, de momento, como ha informado La Macarena, su cuerpo, al igual que el de su mujer, depositado en el mismo sitio, permanecerán donde están ahora mismo. Niega ningún contacto con los familiares del militar y, también, que su cuerpo vaya a trasladarse a un columbario que esté más retirado de donde ahora está su sepultura y, por tanto, más alejado del público.

Esa generalización política oculta una biografía de un hombre complejo, militar laureado, que participó en tres golpes de Estado: en 1926 para derribar la dictadura de Primo de Rivera; en 1930 para instaurar la República; y finalmente en 1936 al objeto de impedir el gobierno del Frente Popular. Es más, Queipo fue amigo íntimo de Niceto Alcalá-Zamora, enemigo del fascismo y de Falange, y durísimo crítico del franquismo. Pero también fue quien ordenó el fusilamiento de frentepopulistas en la Sevilla de 1936, eso sí, en un número inferior a los asesinados por los chequistas de Companys, y llamó a la liquidación política desde la radio durante la guerra, lo que fue desgraciadamente habitual en los dos bandos.

Gonzalo Queipo de Llano, nacido en 1875, había luchado en la Guerra de Cuba y en la de África, donde se distinguió por la carga de caballería de Alcazarquivir que detuvo el avance rifeño. Partidario de la dictadura militar como instrumento de orden para obligar a una transición política, aceptó el golpe de Miguel Primo de Rivera en 1923. En cuanto comprobó que el nuevo régimen no tenía solución, comenzó a conspirar. Participó en la «Sanjuanada», un golpe planeado para el 24 de junio de 1926 cuyo objetivo era echar al dictador Primo de Rivera y que Alfonso XIII nombrara un gobierno civil que iniciara un proceso constituyente. En aquel movimiento estuvieron implicados militares como Weyler, Aguilera y Domingo Batet, y civiles de la altura de Romanones, Gregorio Marañón y Melquiades Álvarez.

La caída de los Borbones parecía próxima. Queipo era monárquico, pero abominaba de Alfonso XIII, a quien tenía por un mal rey. Sus críticas al dictador fueron tan duras que en 1928 fue pasado a la reserva. Inició entonces su contactos con los republicanos, lo que le llevó a liderar el Comité Militar vinculado al Pacto de San Sebastián para derribar la Monarquía. Queipo tomó la decisión de iniciar la sublevación el 26 de noviembre de 1930, pero la descoordinación le obligó a retrasarlo al 15 de diciembre. Sin embargo, Fermín Galán se precipitó en Jaca el día 12, que al fracasar asustó a los implicados. Queipo contaba con el apoyo del PSOE y la UGT para organizar una huelga en Madrid que coincidiera con el pronunciamiento militar. Sin embargo, los socialistas se bajaron del tren golpista el día 14, y los artilleros comprometidos se desentendieron. Junto a Ramón Franco, quien quería bombardear el Palacio Real, y un puñado de aviadores marchó al aeródromo de Cuatro Vientos. Volaron sobre Madrid, vieron la tranquilidad social y el control militar, tiraron octavillas que proclamaban la República, y huyeron a Lisboa.

A favor de la República

La intentona le granjeó gran predicamento entre los republicanos, hasta el punto de ser recibido en abril de 1931 como un héroe: fue nombrado Capitán General de Madrid, miembro del Consejo Superior de Guerra, luego Jefe del Cuarto Militar del Presidente de la República, Alcalá-Zamora, y finalmente, en 1933, Inspector General de Carabineros. La victoria electoral del Frente Popular en febrero de 1936 y la destitución del Presidente en mayo decidieron a Queipo a sumarse a la conspiración que dirigía el general Mola. Le encargaron sublevar Sevilla, tomada por comunistas y anarquistas, pieza clave para la llegada de las tropas africanas de Franco. Queipo se hizo con el gobierno político de la ciudad, pero resistieron los barrios del «Moscú sevillano», San Bernardo y Triana. El 18 de julio empezó el enfrentamiento, con la quema de templos y casas de «gente de derechas», y el choque entre las fuerzas. Queipo utilizó la declaración de estado de guerra para liquidar a los opositores, y la represión fue durísima y sangrienta, como hicieron unos y otros en toda España.

Queipo estuvo a favor de concentrar el poder en Franco como requisito militar, pero le despreciaba. No dudó en criticar públicamente sus decisiones en el campo de batalla, en especial su lento y torpe avance sobre Madrid, el sacrificio de soldados, su confianza en las tropas italianas y el abandono del sur de España. En julio de 1939, Franco no aguantó más y decidió sacarlo del país. Quiso enviarlo a Buenos Aires, pero el gobierno argentino se negó, por lo que le envió a Roma sabiendo que odiaba a los fascistas, como cuenta Queipo en sus memorias. Regresó a España en 1942 y se estableció en Sevilla, donde permaneció aislado. Si bien recibió varias condecoraciones, la antipatía y la suspicacia le convirtieron en un elemento peligroso, una faceta alimentada por el coronel Juan Beigdeber quien aseguraba a Franco que Queipo preparaba un golpe. No fue así. Vivió en Sevilla, alejado de todo, incluso del dictador, hasta su muerte en 1951.

En sus memorias, que vieron la luz en 2008, describía a Franco como un personaje mezquino, ególatra e incompetente. Armado de valor le escribió una carta el 3 de junio de 1947. Comenzaba diciendo que la Falange era una «planta parásita» que absorbía «la vida de la nación». La política social, decía a Franco, era un desastre para el obrero y su familia, que no tenían qué comer mientras el país vivía en la «época de inmoralidad» más grande de su Historia. Todo esto, en su opinión directa al dictador, provocaba la «odiosidad» hacia la situación política, que no se podía ocultar con falsas manifestaciones de adhesión.