Exposición

Moneo: «asusta ver tanto trabajo reunido»

El arquitecto presenta en el Museo Thyssen-Bornemisza una exposición que reúne 52 de sus proyectos y que celebra los 25 años del centro de arte.

Rafael Moneo delante de una imagen del Museo de Arte Romano de Mérida
Rafael Moneo delante de una imagen del Museo de Arte Romano de Méridalarazon

El arquitecto presenta en el Museo Thyssen-Bornemisza una exposición que reúne 52 de sus proyectos y que celebra los 25 años del centro de arte.

La escuela peripatética estaba formada por aquellos discípulos de Aristóteles que recibían las enseñanzas de su maestros mientra caminaban junto a éste recorriendo un espacio al aire libre. Nos sentimos así junto a Rafael Moneo (pero a cubierto) mientras nos enseña con detenimiento la exposición que celebrará sus muchos años de trabajo y los 25 que hace que el Museo Thyssen-Bornemisza, que lleva su huella, se inauguró y que hoy se presenta. Arrancamos por el principio, como debe ser, y el arquitecto se deja asombrar por reencuentros gratos, piezas que hace tiempo que no tenía tan al ojo y la mano. Nos invita a observar un detalle que nos pasa desapercibido, nos quedamos clavados frente a sus dibujos, todos ellos originales que estaban en su estudio. «Con el tiempo serán incunables», le decimos, y él, con una sonrisa nos matiza que «con el tiempo, con el tiempo». Y es que el dibujo, ese trazo de grafito tan aleve que parece que no toca la hoja es lo que da cuerpo a esta muestra. Hoy no se trabaja así y él lo sabe y es consciente del valor que poseen los que están colgados de las paredes del museo, como ese Palacio de la Ópera de Madrid que es maravilloso y que solamente en apariencia se nos antoja sencillo. No ganó el concurso pero queda ahí como ejemplo de lo que pudo haber sido y no fue. Lástima.

Cada maqueta significa un hallazgo, un reencuentro del maestro con su obra. Las hay en madera blanca, en color más oscuro. Impresionan muchas de ellas por su detalle, como la de la catedral de Nuestra Señora de los Ángeles en Los Ángeles, que muestra hasta a los feligreses en el oficio religioso. Pero él, con esa humildad que le caracteriza, se quiere hacer a un lado para dejar paso a sus edificios, sus casas, sus auditorios, sus museos, el conjunto de laboratorios que levantó en Estados Unidos. Nos explica el porqué de cada vano, de cada escalera, cada rampa.

Colgado en la pared

Va y viene por la exposición y deambula mientras se pone y se quita las gafas. «Me sorprende todo lo que hay aquí. Asusta ver tanto trabajo y el esfuerzo de tanto tiempo detrás. Ha transcurrido bastante tiempo y cuando ves que lo tienes ya a las espaldas...», asegura al poco de empezar el diálogo. «No obstante –prosigue– te das cuenta de que el tiempo no ha pasado en balde». Piensa que su trabajo no es para que esté colgado de las paredes de un museo, aunque también, «pero no creo que sea claramente un material para que quede expuesto, por eso dudo de la viabilidad de construir un museo de arquitectura». Comenta que alguno de los dibujos con que ahora se topa le ha trasladado a lo que fue, «pues es lo más directo e inmediato del trabajo de un arquitecto. Hoy ya no se trabaja así».

Se para en seco delante del plano de la sede de Bankinter (Madrid, 1972-1976), pero previamente hemos dejado atrás sus primeros años, los de formación de la llamada «Escuela de Madrid». Junto a un Sáenz de Oiza que daba forma entonces a las revolucionarias Torres Blancas (1958-1961), o su colaboración puntual con Fernando Higueras en el Centro de Restauración, de su primera obra en Madrid, la casa Gómez-Acebo en La Moraleja (1966-1968), desgraciadamente derribada, hecho que nos suena tan cercano ahora con la reciente noticia de la demolición de la vivienda firmada por Alejandro de la Sota. ¿No se cuida la arquitectura contemporánea? «Yo lo he sufrido en carne propia. Creo que está desprotegida y que convendría disponer de un catálogo realizado con un criterio solvente para saber que existen determinadas obras que es necesario proteger», asegura.

A finales de los sesenta gana la cátedra de Elementos de Composición en la Escuela de Barcelona. De entonces data su colaboración de Manuel de Solà-Morales. Habla entonces del polígono residencial del Actur de Lacua, en Vitoria (1976-80), «que me hubiera gustado que se llegara a hacer». Y contempla después el Museo de Mérida ¿Se construye actualmente con visión de conjunto o con la idea de epatar? «El edificio contribuye a construir la ciudad, debe hacerlo, no es un objeto aislado, sino un elemento constituyente de la misma, que la hace, la forma y es así como tenemos que verlo», responde y subraya algo que no quiere que quede perdido en la conversación: «Me ha tocado trabajar en la solución de problemas que solamente se resuelven desde el conocimiento y la experiencia de quien ha dibujado mucho y construido más».

Y van quedando por el camino otros tantos edificios, como los de los primeros años de contratos trasatlánticos. En 1984 comienza la estación de Atocha (1984-199) o uno al que dedica una atención especial, l’Illa Diagonal (1987-1994), de nuevo con su querido De Solà-Morales o el Kursaal de San Sebastián (1990-1999). Y la ampliación del Museo del Prado (1998-2007). ¿Le dejó muchas noches sin dormir? Él ríe: «Fue una satisfacción poder hacerlo. En términos arquitectónicos resultó difícil, pero lo que me satisface es que la gente lo asuma con naturalidad y lo ha hecho suyo a pesar de las voces que se levantaron en contra en su momento». Toca hablar del proyecto de Norman Foster y Moneo lo alaba en su tono: «Va a resolver bien el problema de poner al día el Salón de Reinos. Lo que queda por saber ahora es si recuperaremos éste, aunque es un problema que atañe al criterio del Prado. El Museo se va a beneficiar de esta incorporación que es un digno remate a un conjunto entendido como campus». Le seguimos y avanzamos a su paso. ¿Usted no forma parte de la liga de las estrellas, verdad? «Vivimos un momento en que se ha puesto en manos del arquitecto una responsabilidad demasiado grande. Ya no se trabaja pensando en un lenguaje común sino subrayando diferencias. Es esa individualidad la que se persigue en exceso y la que hace que surjan arquitectos estrella con equipos de cientos de personas. Le diré que mi perfil profesional no coincide con el ellos. En mi estudio somos unos quince». Y vuelve a dejar escapar una sonrisa el maestro Rafael Moneo.