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Bailar para cambiar el mundo: una historia de las "raves" electrónicas

Harry Harrison, líder del colectivo DiY, narra en sus memorias el utópico sueño de los festivales libres y las locuras del colectivo que hizo del «acid house» una amenaza social y un arma política
Imagen de una "rave" en los años 90
Imagen de una "rave" en los años 90La Razón

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Desde tiempo inmemorial, las ceremonias paganas se han celebrado en los bosques y condados de Inglaterra. Siguiendo la leyenda de los druidas, las celebraciones del solsticio y otros carnavales congregaban a fieles de un culto secreto que se entregaba a los impulsos dionisíacos. Stonhenge, antes de recibir la máxima protección como Patrimonio de la Humanidad era escenario de estas fiestas alrededor del fuego. Los “travelers” fueron una subcultura británica formada por nómadas que, casi en comunas, se agrupaban para llevar un modo de vida al margen del sistema, organizando unos festivales que se constituían como una especie de país de Nunca Jamás en el que se ponían en suspenso las normas sociales y la cotidianeidad, una especie de utopías en miniatura donde la música y la embriaguez eran la única ley, unas saturnales contemporáneas. Fue así como nació el Festival de Glastonbury, medio siglo después convertido en epítome del consumismo. Sin embargo, a finales de los 70, las cosas se pusieron feas en Inglaterra: huelgas masivas, reconversión industrial, recortes atroces que encadenaron varios inviernos del descontento. En ese caldo de cultivo, durante los años 80, al margen de la ley y a menudo directamente en su contra, surgió un movimiento de chalados hedonistas que promovieron una escena musical impulsada por nuevos sonidos y nuevas drogas que hicieron temblar a las autoridades británicas. Miles de Jóvenes desatados dieron lugar, en bosques, márgenes de las autovías, túneles, hangares y fábricas abandonadas y hasta granjas de siglos pretéritos al conocido como Segundo Verano del Amor. Sucedió, como continuación del “hippy” (de 1967), en 1989 y, de entre todas las locuras que se cometieron, destacaron las promovidas por un colectivo particular: el DiY Sound System liderado por Harry Harrison, que cuenta su militancia en “Derecho a la fiesta” (Colectivo Bruxista), unas memorias políticas, ácidas y chifladas.
La historia de Harrison comienza en Bolton, una especie de ciudad satélite de Manchester, donde él se empapa de la escena musical autóctona, de Joy Division a los Smiths, pero también del punk de Crass y el indie de Sonic Youth hasta Fugazi que llega de Estados Unidos. Asiste a la transformación de la banda de Ian Curtis en New Order y baila en la pista de The Haçienda, el mítico club que dirige desastrosamente (para lo económico) Tony Wilson, jefe de Factory Records. También Harrison asiste a los “festivales libres” que se organizaban por la campiña y el monte, pero eran “pequeños, rancios y musicalmente anticuados”. Harrison estaba interesado en el anarquismo y buscaba, antes de que Hakim Bey lo enunciase en 1990, una “zona temporalmente autónoma” donde demostrar que el orden establecido puede ponerse en suspenso y nada grave pasa. Vive en casas okupas y gasta el cheque estatal en ácido, “speed”, setas alucinógenas y hachís. Afuera, la tasa de paro alcanza cifras de récord y la policía, militarizada por el Gobierno, sacude a huelguistas.
Un recuerdo del colectivo DiY
Un recuerdo del colectivo DiYLa Razón
La primera edición de Glastonbury se celebró en 1970 con las entradas a una libra y leche gratis para los asistentes. Actuaban The Kinks y T Rex y, 15 años después, allí se presentan Harrison, su extraña pandilla y otras 40.000 personas para una bacanal cruda y anárquica. Sin embargo, lo más interesante sucedía fuera del vallado (entonces modesto y poroso) del festival: vehículos cargados con altavoces hacían retumbar unos sonidos tribales. Ese tipo de eventos conviven con las juergas en naves industriales y almacenes abandonados (testigos de la crisis económica) y las fiestas organizadas en el extrarradio: son célebres las que organiza el colectivo Orbital en los márgenes de la inmensa autopista de circunvalación M25, que rodea Londres. Una parte no despreciable de la juventud, que presencia la angustia de sus padres por la devastadora situación económica, se evade en estas zonas temporalmente autónomas. Las canciones de Echo & The Bunnymen o The Stone Roses bajo los efectos del LSD empiezan a ceder su espacio a temas de Phuture o de Frankie Knuckles y los maravillosos comprimidos de colores que responden al nombre de éxtasis. Como describe Simon Reynolds en “Energy Flash” (Editorial Contra), la llegada del éxtasis dio consuelo a una dolencia típicamente británica: el “estreñimiento emocional”. Hizo cambiar costumbres: en el modo de relacionarse de la juventud “hooligan” era mucho más habitual sacudir al prójimo que abrazarlo... hasta que, merced a las nuevas sustancias, dos desconocidos podían fundirse en un abrazo en la pista de baile. No era todo tan bonito, claro. Las primeras muertes públicas por consumo de éxtasis harán aumentar la presión policial. Sin embargo, la avalancha es imparable.
El DiY, en los 90
El DiY, en los 90La Razón
Con el tiempo, la escena electrónica de los años 80-90 está pasando a ser mitificada. Libros, series y películas aportan una pátina intelectual para un movimiento que tuvo algo de creativo y mucho de descerebre. Es innegable que la música electrónica ha construido una genealogía de sonidos y una cultura de indudable valor. Pero no es menos discutible que a buena parte de su público esto le traía sin cuidado. Con el tiempo suficiente, pueden comprenderse mejor los frutos de aquellos años que, además, han quedado grabados en la juventud de quienes hoy están en la edad de analizar culturalmente el presente y el pasado reciente. Esta es la explicación de la avalancha de libros y series que diseccionan la escena electrónica, de la misma manera que se hacen ahora películas sobre Los Planetas. Sin embargo, el relato de Harrison es desmitificador. Reconoce, sin un ápice de chovinismo, una historia menos veces contada de las necesarias: el acid house, el "producto cultural" genuino y autóctono de las Islas británicas en esta era dorada de las fiestas y el amor, fue, en realidad, un robo. El que cometieron Paul Oakenfold y Andrew Weatheral después de una visita a Amnesia Ibiza en 1987. Quedaron tan deslumbrados por lo que allí vieron y escucharon que decidieron copiarlo y ponerle su propia marca. Más tarde incluso tuvieron la desfachatez de llamar "balearic" al sonido original. Harrison también se dio cuenta pronto que el primer impulso, el de pasarlo bien con una música fantástica, era pronto sustituido por una avaricia de manual y fiestas de pago organizadas por promotores "seudoyuppies: descarados capitalistas de riesgo afincados en Londres a los que sólo les interesaba hacerse ricos". Estas eran especialmente las fiestas de la M25, en cuyas cunetas o áreas de servicio aparecían las fiestas como hongos. Una década antes de la aparición de los móviles, el mecanismo era fascinante: quienes quisieran asistir llamaban a un número fijo de teléfono atendido por un contestador automático solo minutos antes de que diera comienzo la bacanal. El mensaje de voz revelaba la ubicación. Curiosamente, esta historia tiene su más fiel reflejo en el mundo, casi su hermana melliza, en nuestro país, donde la primera fase de la escena del Bacalao se apoyó en una serie de clubes y conciertos de exquisito gusto que fueron convirtiéndose, hasta firmar su sentencia de muerte en 1993, en un albañal de drogas y accidentes de carretera. Castlemorton, el epitafio de los “free festivals” tuvo lugar en el año 92.
Imagen de un sound system
Imagen de un sound systemLa Razón
El anarcocapitalismo de aquellos promotores codiciosos era la antítesis de Harrison y su grupo DiY, que trataron de explotar el nuevo paradigma de diversión con fines políticos y sociales, aunque siempre enfrentándose a la dicotomía entre la indignación y el puro desenfreno hedonista. En 1990 cuando Margaret Thatcher, ya en el final de su carrera política decidió aprobar el llamado "poll tax", un impuesto que abolía el sistema de tasas municipales basadas en los ingresos a cambio de una suma fija para cualquier individuo, "ya fuera duque o madre soltera". "Thatcher ignoró las lecciones de la historia, ya que un impuesto similar al de 1377 (del que deriva el nombre de "poll tax") condujo directamente a la revuelta de los campesinos de 1381, en la que muchas regiones de Inglaterra se amotinaron y una turba de campesinos tomó Londres y lo quemó hasta los cimientos. Que es, más o menos, lo mismo que sucedió en 1990", escribe Harrison. Él y su colectivo organizaron una excursión en autobuses hacia la capital desde Nottingham con ese fin explícito, aunque no se les puede responsabilizar de los disturbios provocados por cientos de miles de manifestantes que provocaron un estallido de violencia como no se recordaba en las Islas.
Después de aquellos hechos es cuando Harrison (el único que no sabe pinchar) y sus secuaces, al estilo de los Merry Pranksters de Ken Kesey se constituyen en el DiY, instigadores de las fiestas de Nottingham y viajeros a lomos de su “sound system” por todo el país, celebrando las mejores sesiones de música gracias a los gustos enciclopédicos de sus cuatro DJ. Los sucesos que se narran en el libro son bien delirantes, pero el DiY no era un colectivo con el único pretexto de la fiesta. Su acción era directamente política, subversiva. La llevaban a cabo con sus campañas contra el maltrato animal y su papel de agitadores de las manifestaciones, también en el ideario de sus fiestas. La escena de las fiestas libres generó tal escándalo social que el Parlamento británico aprobó leyes específicas para frenar a estos hippies piojosos. Los sucesos de Castlemorton, en 1992, cuando 20.000 jóvenes participaron en una fiesta que duró una semana y que fue interrumpida por la Policía, supusieron el final –a golpe de una Ley de Justicia Penal y Orden Público- de un largo verano que había durado varios años.

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