Chimo Bayo: "La Ruta del Bakalao fue el último movimiento social realmente libre"
El músico está inmerso en la promoción de su nuevo disco y ya prepara otros dos más
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Viene Chimo Bayo de llenar Fabrik Club en Madrid y ya no parará hasta septiembre. Si para. En plena promoción del nuevo disco «Que nadie duerma», inmerso en la preparación de dos discos más («ahora me ha dado por meterme a tope en el estudio»), trabajando con el productor Coqui Selection, actuaciones en marcha, promoción de su propio vino. Lo insólito es que tenga un rato libre para nosotros. Reconoce que está enganchado a su trabajo y que, de momento, parar ni se lo plantea. «Hay muy pocos trabajos», comenta divertido, «en los que, cuando acabas, te aplauden. Y eso engancha. Es necesario descansar, lo sé, pero yo cuando paso un mes sin actuar me empiezo a encontrar mal y todo». Quizá su público ha cambiado mucho en todo este tiempo, de los jóvenes entregados de la mitiquísima Ruta del Bakalao al que llena hoy las salas en las que actúa. «Hay un montón de gente joven que viene a verme. Pero es que en la vida hay que ver, al menos una vez, a Raphael y a Chimo Bayo. Y la gente que viene lo que se va a encontrar, además de mi música, que puede gustarle más o menos, es un show que vale mucho la pena, una experiencia muy intensa. Porque yo soy un DJ que habla mucho por el micro, que canta, que acompaña las canciones. Canto encima de mis temas y de temas que no son míos, salgo de entre el humo con mis gafas con luces, mi traje táctico, que es muy característico. Eso lo hacía también Einstein, que tenía sus diez trajes iguales, así no tenía que pensar en eso y podía concentrarse en los agujeros negros. Uno cuando va a la batalla, va a la batalla».
Y enganchado lleva desde que empezó allá por los 80 en las discotecas valencianas. «Mis padres venían a verme, así que me cortaba cuando escribía las canciones. Esa autocensura fue la que hizo que tuviera que buscarme la vida para decir lo que quería decir pero que, según quién lo escuchara, pudiese significar una cosa u otra. Eso creo que fue lo que hizo que el “Así me gusta a mí” llegase a diferentes públicos, porque cada edad la puede interpretarla de diferente manera. A esa ambigüedad lo llamé “la ambigüedad coherente”, que son dos cosas que se pegan de hostias pero que, aquí, me gusta. Porque la canción es tan libre como la interpretación que le dé cada uno».
Y ya salía entonces a darlo todo, con su look inimitable. «Al principio, el resto de DJs no entendían nada: un tío ahí, con sus gafas con luces, que canta, que habla por el micro… Pero es que a mí me salía natural hacerlo así. Siempre he sido muy cabezón y he intentado llevar mi camino, no he mirado mucho a los demás. Por eso mi carrera ha discurrido de manera muy natural, nada premeditada. Empecé en el año 80 y a partir del 88 empecé a utilizar la gorra por necesidad, porque llevaba el pelo muy largo y un micro de diadema, y me enredaba en los cables. Y luego las gafas con luces fueron un capricho, porque me encantan las películas de ciencia ficción y yo quería también mis propias luces, como la típica linterna entre la bruma. Ahora ya hay mucho DJ que sale con caretas, con gorras, con máscaras. Quizá sí me adelanté a mi tiempo, porque en aquel momento no lo hacía nadie».
Un momento ese en el que Valencia era el epicentro de la fiesta en este país. Algo así como una segunda movida descentralizada y mucho más desprejuiciada. «La movida madrileña era bastante menos gente, debían ser 600 o 700 personas que se movían por círculos muy concretos», comenta Chimo. «Pero es que aquí venía gente de toda España. Nos decían que éramos muy golfos en Valencia, con la ruta, pero era gente de todos lados: de Madrid, de Zaragoza, de Bilbao, de Sevilla, de Barcelona… Era un movimiento de más de 50.000 personas cada noche. Si la Ruta del Bakalao no hubiese existido la habríamos tenido que inventar. Lo único importante era la diversión, el ocio, la fiesta. El estigma de la Ruta del Bakalao está ahí, es cierto, pero yo creo que fue el último movimiento social realmente libre, hedonista y en busca del placer, desacomplejado absolutamente. Y surge en Valencia de manera totalmente espontánea. No existían las redes sociales, solo teníamos el teléfono fijo de casa para comunicarnos a finales de los ochenta, principios de los noventa. A la ruta se llegaba sin quedar: ibas y te encontrabas allí a la gente, a la que conocías y a la que acababas de conocer. Es importante aquí el carácter de los valencianos, que estamos acostumbrados a recibir a la gente en fallas y Valencia siempre ha sido un pueblo muy acogedor. El recuerdo que tiene la gente ahora de aquello es neorrealista, porque en la mente se queda lo más bonito de lo que se pasa en esas épocas. Tampoco había entonces ese problema entre hombres y mujeres. Íbamos todos de fiesta, juntos, y no había mayor problema, ni tampoco agresiones. Yo, personalmente, no conozco ningún caso. Pero la mala fama está muy bien porque le da un rollo canalla y de malditismo. Era muy transgresor en muchos aspectos, pero mirándolo a tiempo pasado lo recuerdo con mucho cariño. Allí pasé grandes años de mi vida descubriendo mi profesión, descubriendo la música, descubriendo a la gente».
Ese malditismo, que fue tal vez el que acabaría con ella, se lo ahorró Chimo Bayo, uno de los primeros DJs de nuestro país en editar discos, que ya estaba para entonces haciendo bolos por toda España: «en el año 91 saqué disco y empecé a actuar, así que el declive de la ruta me pilla ya fuera. En el año 92 yo ya dejé de estar los fines de semana en Valencia, estaba de actuaciones. Así que yo no lo viví. Pero aquello era de una intensidad increíble, cada vez más gente. Y luego ya empezaron los programas de tv a contar barbaridades y acabó todo. Otros lugares, como Ibiza, han sido capaces de remontar eso y mantenerse. En Valencia eso no ocurrió. De todos modos, yo creo que toda estrella que brilla con mayor intensidad que el resto dura menos, y eso es lo que le pasó a la Ruta del Bakalao. Aun así duró bastante, empezó a principios de los 80 y se hizo muy popular a partir de los 90. Para los que estuvimos allí desde el principio lo bonito fue verlo surgir».
Por Javier Menéndez Flores
Chimo tuvo un sueño. Soñó que Valencia era un tambor y se vio a sí mismo golpeándolo con una furia desconocida, igual que el simio aquel de Kubrick, como si quisiera atravesar la piel amada. Despertó excitadísimo: aquello solo podía ser una señal divina y él, Joaquín Isidoro Bayo Gómez, había sido designado para guiar a una caterva de valencianos todavía imberbes hacia la Tierra Prometida. Bajaban la persiana los años ochenta y, aunque libérrimos aún, ya no eran los de la Movida, porque los últimos gramos de inocencia se despacharon a precio de saldo en tenebrosos garitos de las profundidades de Madrid. Aquella posmovida con deneí propio, que sustituyó el asfalto por la costa y el pop español por la música electrónica, compartía con la primigenia la fobia al sol y la búsqueda constante del placer. Valencia era entonces un gigante insomne y en Barraca, Chocolate, Spook Factory, Puzzle y AC TV, entre otros muchos templos en los que la ubicua Virgen de los Desamparados tenía vetado el acceso, se cortaba el bakalao en largas y gruesas lonchas. Y en esas que Chimo, delgado como un estilete, la melena bruna de Lucifer, gafas negras y una gorra de béisbol que, en plena fiebre por lo yanqui, mostraba las siglas de la Unión Soviética (CCCP), hacía levitar a la peña, ya fuera en Arsenal (Oliva) o en El Templo (Cullera), con su filosofía del desenfreno. Las proezas de aquel pincha loquísimo se propagaron igual que una gripe y los empresarios de la noche y los camellos no tardaron en colocarse en fila para besarle la mano como a un rey, mientras un coro de Marías Magdalena con plataformas y exceso de maquillaje se disputaban entre tirones de pelo el privilegio de poder ungirle los pies con sus lágrimas de cocodrilas. Cuando el científico Severo Ochoa afirmó que «el amor es física y química» parecía que estaba promocionando la Ruta Destroy. La noche se engolfaba apenas se retiraba el sol y alcanzaba su clímax cuando en la calle sólo tenían cabida las hordas del vicio. Y ni siquiera la llegada del día lograba apaciguar la fiesta, que se las ingeniaba para dar con rincones en tinieblas en donde seguir ardiendo. Qué tiempos aquellos en los que todas las naranjas de Valencia y alrededores eran mecánicas y cada muchacho llevaba acoplada en el cerebelo su propia mascletá. Chimo tan sólo tenía que pulsar el disparador para que todos esos truenos rompiesen el cascarón y se hicieran oír hasta en Saturno.
Ay, si Vicente Martín y Soler hubiera levantado la cabeza. Pero Chimo era tan libre como su amado Nino, y era justamente libertad lo que vendía a ritmo del mejor thriller. Su «Así me gusta a mí», loa al éxtasis y epítome delirante de esa época, lo canonizó, y consiguió exportar su visión de la fiesta a distintos países de Europa y Asia. Tremenda rayada. Pero a todo imperio le llega su decadencia y aquel desmadre no podía ser eterno. Había demasiada gente desembridada en tan exiguo espacio (decenas de miles de chalados) y los políticos tuvieron que ponerse serios tras años de mirar para el lado contrario. Y a partir del ecuador de los noventa, mientras alguna adolescente espabilada se saltaba las clases de literatura para envenenarse de libros prohibidos, Chimo se sorprendió observándose de perfil en un espejo y preguntándose: «¿Hablas conmigo? ¿Me lo dices a mí?». Pero supo vadear con entereza los obstáculos que le salían al paso, pues por algo venía del mundo del motocross, e hizo de todo: productor discográfico, presentador televisivo, locutor de radio, concursante de realities. Hay mucho en el Chimo actual del Rocky Balboa crepuscular: esa mítica del excampeón, esa nostalgia contenida. Y cada vez que camina hacia un escenario con el chaleco de luces puesto, como una suerte de androide del extrarradio, se sonríe y piensa: «Aún no habéis visto nada». Qué grande.