La hondura del último Britten
«Muerte en venecia». Obra: «Muerte en Venecia». Intérpretes :John Daszak, Leigh Melrose, Anthony Roth Constanzo, Duncan Rock, Thomasz Borczyk. Dirección de Escena: Wily Decker. Coro Intermezzo: Orquesta Sinfónica de Madrid. Dirección: Alejo Pérez. Teatro Real.
El Teatro Real ha tenido suerte con Benjamin Britten (1913-1976) desde su primera temporada, 1997, con el «Peter Grimes» del Teatro de la Moneda de Bruselas y rectoría de Antonio Pappano. «El sueño de una noche de verano», «La violación de Lucrecia» o «The Turn of the Screw» han sido, posteriormente, jalones de la buena relación del coliseo madrileño con este autor. Falta mucho Britten por estrenar, pero el trayecto no ha sido malo. Ahora ha llegado a Madrid, por fin, la última ópera del que fue uno de los grandes músicos de la pasada centuria, y lo ha hecho con una producción ya consagrada, que Joan Matabosch llevó en mayo de 2008 al Liceu de Barcelona, la de Willy Decker en la dirección de escena y Wolfgang Gussmann en la escenografía, un montaje que en su día emitió la 2 de TVE.
El compositor británico concibió la pieza en duras condiciones de salud, retrasando durante semanas una urgente operación de corazón para completar la obra, creada como homenaje y casi legado a su compañero de décadas, el tenor Peter Pears. Coincidió en fechas (1970-72) con Visconti y su «Morte a Venezia» (1971), pero prefirió ignorar el film, que sólo vio después del estreno de su ópera. De acuerdo con su libretista, la londinense Mifanwy Piper (1911-1997), conservó la condición de escritor del «Aschenbach» de la novela corta de Thomas Mann –Visconti lo mutó en compositor– y respetó la mayor parte de las situaciones del material literario de origen. Pero a la par asumió varias decisiones cruciales a la hora de abordar la traslación del texto al escenario operístico. Una, resolviendo el problema del mutismo casi total de «Tadzio» –el «objeto de deseo» del protagonista– en la obra, al hacer que fuera un bailarín y no un cantante quien lo encarnara, con lo que todas las escenas de la playa o de los muchachos son páginas de ballet integradas en la acción. Otra, convertir a siete personajes anti-Aschenbach en uno solo, el barítono, que ha de dar vida al viajero del cementerio de Múnich, al viejo petimetre del «vaporetto», al conserje del hotel que no advierte al protagonista de la epidemia, al gondolero siniestro, al dios Dionisos que en sueños lo incita al abismo, al barbero que lo desfigura, y al grotesco cantante callejero, todos ellos empujando, de una forma u otra, al escritor a su destino, esto es, la Muerte. Y una tercera, la diferenciación de timbre y color para personajes y escenas: el talante sinfónico, digamos, «normal» para el universo de «Aschenbach», y un conjunto percutivo, casi evocador del gamelán indonesio –que tanto fascinó al Britten juvenil– para «Tadzio» y su entorno. Añadamos un matiz más: la fascinación que Britten siempre sintió por la ciudad adriática, en la que se mezclaban la admiración y el desasosiego, trazas estas en las que coincidía de pleno con el personaje creado por Mann.
El conjunto de la representación fue un éxito, con matices. Desde luego, tanto el británico John Daszak (Aschenbach) como el americano Leigh Melrose (los siete personajes) fueron los dueños de la escena, que prácticamente no abandonan en casi tres horas de función. La actuación de todos los secundarios, comprimarios y bailarines fue excelente, dentro del soberbio movimiento escénico ideado por Decker, en una puesta en escena que combina la agilidad con la fuerza expresiva. Decker ama la composición de Britten –no todos los responsables de escena parecen «querer» las óperas que montan», y ha retocado, purificado si se quiere, gradaciones y ambientes de la producción barcelonesa de 2008. El director argentino Alejo Pérez, una de la bazas estables de la «etapa Mortier», dirigió la magistral partitura con solvencia y brotes de intensidad, pero «Death in Venice» requiere, además, una hiper-precisión rítmica y un hondo aliento dramático, factores estos que le quedan levemente lejos al competente maestro Pérez.
El programa de mano, «parvo pero apto», que diría el latino, contaba con estupendos trabajos de acercamiento a la obra a cargo de Luis Carlos Gago y del propio Decker. El público del estreno, sin llegar al delirio, recibió con calidez y sostenido aplauso el esfuerzo de todos los intérpretes.
Decker, un hombre de la casa
Willy Decker ha dirigido en el Real siete óperas (con «Muerte en Venecia» serán ocho): «Peter Grimes», de Britten, en la primera temporada, la «Tetralogía» de Wagner, presentada entre 2002 y 2004, «La ciudad muerta», de Korngold (2010) y «Werther», de Massenet (2011). Pese a que sus producciones han estado presentes con los cinco directores artísticos (García Navarro, Sagi, Moral, Mortier y Matabosch) él solamente pudo estar en el teatro dos días en 2003 para la presentación de «Siegfried». En esta ocasión ha permanecido casi dos semanas ensayando, aunque no pudo estar ayer en el estreno de Britten.