Ocho noches con Kraftwerk
Dieron sus primeros conciertos en galerías de arte y ahora los padres de la música electrónica se encierran en el Museo Guggenheim de Bilbao durante ocho noches seguidas.
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Dieron sus primeros conciertos en galerías de arte y ahora los padres de la música electrónica se encierran en el Museo Guggenheim de Bilbao durante ocho noches seguidas.
Pocos artistas pueden decir que han imaginado un camino. En la música hay contadas excepciones a la redundancia porque las revoluciones raramente se consiguen sin moverse de los confortables cuatro acordes. Pero si un grupo cambió el código y la estética de su tiempo, principios de los 70, y generó reverberaciones que llegan hasta el presente, esos fueron Kraftwerk. Y eso que Florian Schenider y Ralf Hüttler –este último es el único de los miembros originales que sigue gobernando la máquina–, no es que tengan la temperatura como argumento creativo. Sin embargo, gracias a su congénita frialdad de Düsseldorf cambiaron la historia de la música. Sus creaciones, que al principio eran carne de galería de arte –se les veía como unos nuevos John Cage– se abrieron al público masivo y ahora regresan al ámbito primigenio: el grupo celebra ocho noches seguidas en el Museo Guggenheim de Bilbao en homenaje a sus ocho trabajos más celebrados que tocarán íntegros.
Sus primeros materiales, homónimos (kraftwerk quiere decir «central de energía»), no trascendieron la escena local y «Ralf und Florian» (1973) les sirvió apenas de tarjeta de presentación para su primer gran trabajo, «Autobahn» (1974). Ese álbum fue su autopista hacia los circuitos comerciales y presentó al mundo su seña de identidad: el vocoder, ese efecto metálico que se aplica a la voz. Para muchos, fue el primer disco electrónico de la historia (hubo anteriores grabaciones pero no como el resultado del trabajo de una banda pop) y su influencia fue masiva.
w desafíos musicales
Aquel álbum estaba en todos los dormitorios de los pioneros de la escena techno que unos años después irrumpirá en Detroit y Chicago la década siguiente. Su propuesta futurista planteaba desafíos. ¿Hay alguien generando esos sonidos o son sólo máquinas autómatas? Presentaban una música desanclada de cualquier tradición pero al mismo tiempo genuinamente teutona, cantada en ese idioma algorítmico y además metalizado con efectos. Una ¿música? repetitiva, monótona, robotizada, sin alma, y sin embargo más parecida a una sinfonía o una ópera moderna que la mayor parte de los discos comerciales, repletos de cortes de tres minutos de nadería pop. Los más escépticos les restaron cualquier mérito, especialmente quienes no comprendían ningún estilo que no tomase de referencia el rock anglosajón.
Tras un primer disco en el que había instrumentos clásicos, Kraftwerk siguieron generando trabajos respaldados por un concepto. Serán los álbumes que interpreten en el Guggenheim del 7 al 14 de octubre: «Radio-Activity» (1975), «Trans Europe Express» (1977), «The Man-Machine» (1978), «Computer World» (1981), «Techno Pop» (1986), «The Mix» (1991) y «Tour de France» (2003). La formación actual, integrada por Hütter, Fritz Hilpert, Henning Schmitz y Falk Grieffenhagen, celebrará el 20 aniversario del museo con el repaso a su discografía en todo su esplendor, ya que los sonidos irán acompañados de un espectáculo de imágenes 3D que, según ha relatado Hüttler, siempre estuvo en sus cabezas cuando escribían las canciones como sinfonías visuales.
Habrá tiempo para repasar el concepto de hombre-máquina que inspiró «The Man Machine» y de cruzar Europa en el viejo tren de «Trans Europe Express», convertido hoy casi en una reivindicación europeísta. Los afortunados podrán confirmar los presagios de la sociedad virtual que anticipaba «Computerworld» y «Electric café» y por último subirse al «Tour de France», que es otra metáfora para hablar de la existencia de un hombre-máquina. Una identidad mixta tan misteriosa como la de Hüttler y compañía. Porque tan importante como el contenido de su música ha sido el talante esquivo de los alemanes, que han rechazado con matemática precisión toda aparición pública y mediática, e inventaron una especie de mítico laboratorio creativo como refugio subterráneo al que llamaron metálicamente Kling Klang. Nunca se esforzaron en desmentir las leyendas sobre ellos y desistieron con bastante desidia de las colaboraciones de campanillas que les ofrecieron en la cima de su popularidad, entre otros, con David Bowie. Hombre o máquina, arte o entretenimiento, la cita es en el Guggenheim.