Historia

Historia

Nicolás II: «Los carceleros intentan no hablarnos»

La editorial Páginas de Espuma publica, juntos y por primera vez en español, los diarios y las cartas de la familia Románov durante el último año y medio que pasaron en cautiverio tras la abdicación del zar

La familia imperial, en su encierro de Tobolsk, en agosto de 1917
La familia imperial, en su encierro de Tobolsk, en agosto de 1917larazon

La editorial Páginas de Espuma publica, juntos y por primera vez en español, los diarios y las cartas de la familia Románov durante el último año y medio que pasaron en cautiverio tras la abdicación del zar.

Cada nuevo cautiverio de los últimos Románov significó un paso a peor para la dinastía que había llevado el peso de Rusia desde 1613. Después de la abdicación de Nicolás II, la familia vivía en Tsárskoye Selo, donde la situación se asemejaba a la de un arresto domiciliario: aunque estuvieran en su casa, no podían salir y su correspondencia era revisada con rigurosidad. Intentaban adaptarse a la posición adquirida tras la renuncia del zar del 2 de marzo de 1917. «Poco a poco les fueron tratando peor», explica Tatiana Shvaliova. Un día, un oficial se negó a saludar a Nicolás: «Tú nunca has tendido la mano al pueblo, no pienses que yo te la voy a dar», le dijo; otro, Kerénskiy –dirigente ruso clave en la derrota del régimen– prohibió a los esposos dormir juntos... Luego fueron llevados a Tobolsk, donde las condiciones empeoraron: la casa no estaba arreglada para cuando llegaron y tampoco tenían un lugar para pasear. En Ekaterimburgo, los soldados ya no tuvieron ningún respeto por la familia, pintaron las ventanas y les prohibieron salir. Además, la alimentación era muy pobre, porque el gobierno ya no quería mantener a los zares.

Son las penurias que recoge «Románov. Crónica de un final: 1917-1918» (Páginas de Espuma), traducido por la citada Shvaliova y contenedor de la «correspondencia y memoria de una familia». Diarios, telegramas, cartas y testimonios de testigos que muestran el último año y medio de Nicolás II junto a su familia. Hasta el conocido final en el sótano de Ekaterimburgo. Un destino del que «no fueron conscientes», apunta el editor Juan Casamayor, y una decadencia en la que nunca llegaron a pensar «“nos van a matar”, aunque sí notan un alejamiento de lo que fueron y crecen las sospechas hacia un futuro en el que intuyen que les puede pasar algo», continúa.

Siempre sale el sol

El inicio del volumen muestra ese encierro que, sin ser obligado, «sí es de facto; por el miedo, por la situación que se vivía. En esa misma progresión, la familia se va viendo cada vez más arrinconada», cuenta Ezra Alcázar, colaborador del libro. Un arresto incipiente protagonizado por el sarampión que, entonces, era cosa seria, pero también «por el cansancio, las interrupciones por traslados, la incomodidad, la escasez y, a veces, la esperanza. La reclusión se vive como una vela en la oscuridad, la luz de la libertad se fue desvaneciendo poco a poco hasta que la única que quedaba en ellos era idea de lo divino, pues como repite Alejandra a lo largo de su diario y correspondencia, “después de llover sale el sol, hay que aguantar y esperar. Dios aprieta, pero no abandona a sus hijos”», cita Alcázar.

Cautiverio en el que la vida de los Románov fue «bastante aburrida». No tenían mucho que hacer y, por eso, explica la traductora, el diario de Nicolás es tan repetitivo: «Habla del clima, de sus lecturas o del trabajo en el jardín. Hay algo curioso acerca de la vida de la familia real, para ellos el trabajo físico era necesario», donde son constantes las referencias a las labores en la huerta, en el jardín, a sus paseos en bicicleta –cada vez menos–, a la tala de árboles para calentar la chimenea y al deshielo de la nieve para obtener agua que beber. «Otra cosa importante de la rutina diaria de los Románov era la iglesia», añade Shvaliova. «Siempre iban a misa, incluso en su encierro en Tobolsk tuvieron un permiso especial para asistir a una iglesia local».

40o y muchas enfermeras

Por su parte, Alejandra Fiódorovna escribía cartas o leía, aunque siempre con un ojo puesto en la salud de sus vástagos. Cuando estaban enfermos, cada nota del diario de Alejandra empieza con la enumeración de las temperaturas de sus hijos: «Anya sufre muchísimo, tose y tiene la fiebre muy alta. Parece que ha subido hasta 40º. Casi no duerme. Ahora, en la mañana, tiene 39,8º y muchas enfermeras: Akilina, Fedosia, Stepánova y Tatiana».

Entre las anécdotas, la desconfianza de los oficiales hacia la familia real fue a más, «aunque, a veces, era muy absurda –en palabras de Alcázar–. Pero lo más interesante de aquello fue la resignación de los Románov a su arresto». Así reacciona Nicolás II hacia el final del mismo: «Siempre abren cajas, sacan cosas y comida traída de Tobolsk (...) ¡Todo eso nos hace pensar que muchas cosas pueden ser llevadas o desaparecer! ¡Qué repugnante! La relación con los guardias también ha cambiado: los carceleros intentan no hablar con nosotros como si sintieran algo de preocupación o precaución! ¡No entiendo nada!», firmaba el zar en su diario el 28 de mayo de 1918.

En Ekaterimburgo, en la casa de Ipátiev, «vivieron la peor parte de su encierro: les prohibían hacer ejercicios, usar mucha agua o llevar joyería. Entre todas las incomodidades un día llegó una provocadora carta de un supuesto “oficial ruso” que ofrecía su ayuda para que escaparan –continúa–. Los Románov contestaron con desesperanza absoluta: “No queremos y no podemos huir. Podemos ser llevados sólo a la fuerza, secuestrados”. ¡Y ellos no sabían que fue una provocación hecha por bolcheviques!», recuerda Tatiana Shvaliova.

Noches sin dormir

La preocupación invadía a la familia y las noches en vela en medio de una primavera «tropical» –como describió Nicolás los 26 grados a la sombra del 14 de junio del 18– se fueron haciendo norma: «Todo esto ha pasado porque hace poco recibimos dos cartas, una tras otra, ¡en donde nos informaron que nos preparemos para ser robados por la gente! Pero los días pasaron y no sucedió nada; la espera y la incertidumbre fueron muy dolorosas», escribía el hombre que, como recogió Kerénskiy en sus memorias, pasó «de ser zar a, al día siguiente, leer tranquilo en su jardín».

Pero la paz ya no era la misma. Un mes después llegarían los crímenes en la casa de Ipátiev. Era la noche del 16 al 17 de 1918, la última de la dinastía, la que acabó con las grandes duquesas Olga, Tatiana, María y Anastasia, con el heredero Alekséi y con el matrimonio de Alejandra y Nicolás II. Luego llegarían los disparos, recogidos así por los testigos:

–Alejandra Fiódorovna: ¿Cómo, no hay ninguna silla? ¿Ni siquiera podemos sentarnos?

–Yurovski (comisario del Soviét de los Urales y verdugo): Nikolái Aleksándrovich, en vista de que tus parientes continúan con su ataque a la Rusia Soviética, el Comité Ejecutivo de los Urales ha decidido tu ejecución y la de tu familia.

–Nicolás II: ¿Qué? ¿Qué?...

Final de una etapa de 300 años de excesos que, en su último capítulo, el de Nicolás II, mantuvo el nivel de salvajismo. De principio a fin, de una coronación en la que murieron un millar de personas pisoteadas por el ansia de conseguir comida hasta un sótano en el que los niños Románov pagaron los males de toda una dinastía.