Pesadillas de las letras españolas
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La antología «El demonio meridiano» recoge cuentos de terror y fantasía en la España del antiguo régimen: un compendio de criaturas fantásticas y actos de truculencia que emanan de nuestra mejor literatura
En la vasta tradición literaria española hay lugar para cumbres poéticas y para el descenso a los infiernos. Si de las primeras se puede decir poco más, en cambio, las segundas clamaban un rescate que Gerardo González de Vega ha llevado a cabo en «El demonio meridiano», un compendio de historias que narran entierros prematuros, hombres que regresan del infierno, lagos sulfúreos, monstruos de cien retales y sucesos macabros. De ellos quedó testimonio tanto en las obras de los grandes, por ejemplo Lope o Cervantes, que están incluidos en esta antología, como en anónimos y en obras de autores menos conocidos, como dignos precedentes de Poe y Lovecraft. Algunos, como veremos ahora, incluso anticipan el «gore» antes del cine. Sierpes, duendes, voces del más allá y monstruos comparten páginas con pecados y torturas psicológicas surgidas de la imaginación, sí, y también de las pesadillas de la noche de nuestros tiempos.
«Soy un apasionado de la literatura fantástica española y de la novela de caballerías, que hace siglos que no lee nadie, pero que a mí me encantan. Es cierto que no resultan fácil leerlas hoy por varias razones, como el estilo, o porque algunos de los elementos de la historia, como los monstruos, se han sofisticado tanto que los dragones y fantasmas pueden parecer poco terribles. Sin embargo, otras de las historias de la antología tienen muy poco que envidiar a “Juego de tronos”», asegura González de Vega. La alusión a la serie novelesca de George R. R. Martin no es gratuita, porque uno de los géneros que mejor cultivó el terror en España fue la novela de caballerías, «que se convirtió en un éxito de ventas apabullante y modelo de conducta en toda la Europa occidental». De la misma forma que la todavía serie inconclusa de Martin está ligada al esplendor de las series de televisión como modelo narrativo, las novelas de caballerías están ligadas al desarrollo de la imprenta. «Suponen el nacimiento de la literatura profana y el surgimiento de un producto de masas como el libro. Hasta entonces, las novelas de caballería del ciclo artúrico, o más en concreto las del Ciclo Bretón –Lancelot Del Lago o Tristán–, estaban vinculadas al objetivo trascendente de un caballero que lucha por las bases del cristianismo –la toma de Constantinopla, la búsqueda del Santo Grial–, y que por medio de su más alta misión va enhebrando aventuras», lo que denomina el autor de la antología como un «apuntalamiento de la concepción teológica de la sociedad». Es decir, al servicio del catolicismo.
Surge el terror
«Con las novelas de caballería castellana, el mundo es diferente: en primer lugar, no es lo mismo reproducir veinte ejemplares entre los nobles para su entretenimiento, que tirar dos mil y tratar de venderlos en el mercado. Hacen falta aventuras nuevas, no los modelos místicos y religiosos de antaño. Es ahí cuando las tramas de los caballeros empiezan a disparatar, a encontrar fantasías y terrores. En segundo lugar, las aventuras se van dejando inacabadas para mantener el interés ante la siguiente narración. En ese proceso se va olvidando el objetivo trascendente religioso: toma importancia la narración en sí misma», explica. ¿Y cuál es el aliciente para mantener la atención hasta la siguiente entrega? Fantasía, terror, sexo y amor. De momento, ninguna diferencia con «Juego de tronos».
La novela de caballerías fue el primer modelo literario de éxito en el mundo porque conjugó los elementos de la literatura popular. Toma nota, George R. R. Martin: una turbamulta de espectros protegen el antiguo castillo del conde Don Julián, monstruos que se construyen a partir de miembros desperdigados, muertos vivientes, casas encantadas, árboles que sangran, carruajes que irrumpen tirados por tigres de madera, doncellas misteriosas que colocan la espada por la empuñadura en el suelo, la punta en el pecho, y simplemente, se dejan caer... O la historia del preso que un día desaparece de su celda, y al cabo de los días vuelve a surgir de la nada porque vendió su alma al diablo para escapar, pero al ver el infierno... decidió volver y como prueba trae una mano quemada y el espanto en los ojos. Será liberado para morirse solo de puro miedo.
Pero si las novelas de caballerías fueron el primer caso de literatura de género de éxito mundial, el segundo también lo sería de origen español: la novelas cortesanas, que se presentan en colecciones de entre 6 y 12 narraciones cortas, incluían sin excepción una historia cada vez de un espectro, un muerto redivivo, o tremendas truculencias como la «Cruel aragonesa». «Es un relato de una dama que tontea con unos y con otros y que, cuando es rechazada, va a la tumba del amante que la ha dejado despechada, lo hace desenterrar... ¡y le come el corazón! ¡menuda escena! Esto no lo ves ni en “La noche de los muertos vivientes”», dice el antólogo. En otra, ambientada en un Madrid con nobles de medio pelo, una noche uno de ellos ve a una de sus amantes por la calle, embozada en un vestido que la cubre por completo y, cuando se le aproxima y le quita el velo de la cara, es en realidad un esqueleto enviado para su arrepentimiento.
La Inquisición nunca persiguió estas narraciones porque, según el antólogo, las entendió como ficción, pese a que eran abundantes los adulterios y algunas novelas son puramente disparates sexuales. «Hay violaciones, estupros y amores despelotados. Hay sexo desenfrenado en torno a un incesto y alguna truculencia, pero pasan la censura –dice González de Vega–. Basta con que se incluya una moralina final y asunto arreglado». En una de ellas, dos hermanos abusan de su hermana y la dejan embarazada. Le obligan a acusar a un tercero, al que matan para lavar su honra y a ella para encubrir su vileza. Cuando tratan de huir hacia Nápoles en barco, uno ellos muere al caer al agua, aplastado por el barco contra el muelle en un golpe de mar. El otro... morirá del miedo en su propio encierro imaginando lo que le puede pasar, ahogado en su propio infierno interior.
En las misceláneas, más cultas, y los centones, más populares, se agrupaban sucesos curiosos tratados con alegría narrativa, que podía llevar a cabo un estudioso o simplemente, un hidalgo aburrido como era Alonso Quijano, el personaje de Cervantes. Los centones eran recopilaciones de historias manuscritas o arrancadas de hojas de los primeros periódicos que se cosían en volúmenes para que no se perdieran. Hay noticia de centenares de miles de estas páginas. En ellas, Luis Zapata de Chaves narra el entierro prematuro de una monja en el convento de Santo Domingo de Madrid, tres siglos antes que Poe desarrolle el mismo argumento. El jesuita madrileño Sebastián González relató la historia del regidor León Fulano Ramírez, que mató en desigual riña nocturna a otro hombre pero, en arrepentimiento, se hizo cargo de su enterramiento cristiano y de la subsistencia de su familia. Como Fulano Ramírez era asiduo a trifulcas, pronto se encontró a punto de morir frente a otros desconocidos. Y, cuando le estaban encañonando, se salvó por el espectro de su anteror víctima, en agradecimiento. «Eran tiempos de crímenes gratuitos, desenfreno moral, ruina económica, estupor ideológico y soberbia gubernamental», escribe González de Vega. Y en los años turbios es cuando los ecos del miedo crean los peores monstruos.