Pescar en Togo no es muy diferente a pescar en Filipinas
En la localidad de Aného, los pescadores hacen balance entre el riesgo y la fortuna
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En la localidad de Aného, en Togo, en la costa de África Occidental, la vida de los pescadores no difiere de la vida de otros pescadores del planeta. Remiendan las redes cuando toca remendarlas, las lanzan al mar cuando toca lanzarlas, duermen y despiertan cuando toca dormir y despertar. Aquí y en Filipinas, los hombres buscan desde hace siglos el brillo multicolor que tapan las aguas. En las esquinas del mundo pueden encontrarse linajes de pescadores que sobrevivieron a las dinastías más poderosas de la Historia, familias que plantaron raíces bajo el movimiento de las olas mientras hombres que se pensaban mejores se consumían en los enredos del oro y de las traiciones que no vieron llegar. Existe una constancia en el oficio marinero que no puede encontrarse en ningún otro, y que se extiende de forma similar en todo el mundo.
La localidad de Aného, en Togo, en la costa de África Occidental, no difiere entonces de otros pueblos del Caribe o de Indonesia. Aquí también chillan las gaviotas que vuelan en círculos. Se saborea la sal que se mezcla con el agua dulce en la desembocadura del río Sio, irrumpe en las fosas nasales el aroma putrefacto de las tripas de los pescados, la madera húmeda y la pintura oxidada. La gente tiene hijos aquí y se muere obedientemente cuando llega su turno. Vista desde un prisma concreto, en Aného desaparece el exotismo que se atribuye a África para mostrar una localidad rodeada de verdes y azules, común y sin detalles destacables, como no sean los dramas concretos que sobrelleva cada individuo en su combate diario para poner un plato encima de la mesa.
El 15 de junio de 2024, aproximadamente un tercio de los pescadores de Aného habían salido a faenar antes de que rompiera el alba. Otro tercio se había quedado en casa, descansando, y la parte restante se entretenía remendando las redes en el puerto. Estaban sentados encima de ellas, como pececillos olvidados, moviendo las manos como si fueran coletazos para pasar la gruesa aguja entre los agujeros. Jean, que es un pescador veterano, era uno de quienes arreglaban las redes sin intención de salir a faenar. Sus hijos le acompañaban. En su opinión, “sólo alguien con dinero de sobra para gastar en combustible sale al mar en esta época del año, o quienes necesitan el dinero y tienen que arriesgarlo todo”. Explica que la mejor época para la pesca se da aquí entre agosto y diciembre, que es cuando un visitante iría al puerto de Aného y no encontraría a pescadores en tierra porque todos habrían salido.
Y salir en junio es un riesgo, es así: puedes gastar el combustible y el dinero para regresar a casa con las manos vacías y más preocupado por el futuro de lo que estabas el día anterior.
Los nombres de las barcazas están escritos en la proa y se bambolean con las olas del río. El león de Judá. Estado Mayor. Coraje. Epifanía. Las pinturas están agrietadas pero todavía aguantarán un año más. Jean señala una de las embarcaciones con un gesto de la barbilla. Es la más hermosa y con la pintura más brillante, parece nueva, coloreada de verdes, azules, rojos y amarillos, y la señala con un gesto de desdén porque es demasiado presumida. Opina que “los jóvenes de ahora quieren ir en barcos bonitos y los pintan de muchos colores, que cuestan mucho dinero” pero duda que un barco bonito vaya a conseguir más peces que los demás. En cada embarcación caben entre quince y veinte personas, sea bonita o no, y cada barca sin pintar cuesta entre cinco y seis millones de francos CFA (entre 7.600 y 9.000 euros). La pintura se paga aparte, aunque Jean prefiere gastar el dinero en redes resistentes y gasolina. Con los dedos de los pies sostiene la red estirada, en tensión, sin dejar de pasar la aguja mientras habla. Sus hijos no le discuten.
La parte más peligrosa de su oficio se ve desde el puerto. Paradójicamente, un pescador en Aného puede asomarse por la ventana de su casa y ver el punto exacto donde le espera la mala suerte. En la desembocadura del río, a doscientos metros de donde Jean remienda las redes, el envite entre el Sio y el mar ha ido amontonando la arena hasta crear peligrosos bancos donde se rizan las olas, creando corrientes imprevisibles y capaces de volcar incluso las embarcaciones mejor coloreadas. La desembocadura del río es como una puerta y los pescadores trabajan al otro lado, cerca de la costa, pero cruzar la línea de salida es en ocasiones la parte más difícil de un viaje. Teniendo en cuenta que centenares de pescadores utilizan esta ruta para salir al mar, este periodista preguntó a Jean si el gobierno togolés había ideado algún proyecto para rectificar el caudal del río Sio y facilitar el tránsito de las embarcaciones, a lo que Jean devolvió una mirada sorprendida y un escueto “no”.
Al otro lado de la puerta-obstáculo pescan barracudas, doradas, lo que denominan “peces rojos”, atunes pequeños y tiré-tiré, que ignoro lo que serán pero que los pescan igual porque ellos sí que saben lo que son, y donde encontrarlos, y con eso basta. Más lejos, donde no llegan sus barcazas, el horizonte recorta los enormes buques pesqueros de chinos y europeos que se enfrentan a otros problemas (de nada sirve la tecnología y el tamaño cuando el mar la toma con una tripulación). No deja de ser representativo a la hora de abordar el desarrollo de Togo comprobar que la riqueza real y descomunal que supone la venta de pescados al por mayor se reduce a las bodegas de esos buques difuminados, mientras los pescadores de Aného, los dueños de la costa togolesa por herencia de sangre, deben contentarse con la pesca del día para venderla en el mercado local. Y todavía cuentan los litros de combustible para ver si les merece la pena el riesgo.
Los hijos de Jean remiendan las redes con su padre. Ellos no fueron a la escuela. Tienen barba y los ojos despiertos. El veterano pescador explica que “los chicos que no van al colegio, llegan a un día donde su padre les pide ayuda con las redes, un poco más de ayuda al día siguiente… una, dos semanas… dos meses… suben al barco para ayudar… dos y tres años… hasta que se convierten en pescadores para siempre”. Y ya no habrá vuelta atrás. Siempre ha sido así. En Aného y en las costas de Luzón.