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Pitingo: «He tenido más simpatía por la derecha, pero ya no sé de qué soy»

Anuncia disco en directo para mayo y trabaja en un documental sobre su vida, de la que regala momentos de oro en esta charla

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Antonio Manuel Álvarez Vélez, Pitingo (Ayamonte, Huelva, 1980), inventó la «soulería», que es el arte de llevar su esencia jonda al territorio no tan lejano del soul, ya que ese es un género que, al igual que el flamenco, se canta siempre desde la tempestad. A punto de cumplir dos décadas en la profesión y con siete discos ya en el hatillo, ¿se siente lo suficientemente reconocido? No por el público, que lo ama, sino por la crítica: «La crítica –repite, el gesto serio–. ¿Qué es la crítica, qué es un crítico? ¿Una persona que dice saber de música? Eso es muy relativo. En el momento en el que saqué «Soulería» y algunos críticos musicales y personas públicas, que no voy a nombrar, empezaron a criticarme, yo lloraba muchísimo porque era muy joven. Porque entonces sacabas un disco y te ibas corriendo a ver las críticas. Y llamé a Enrique Morente –quien le apadrinó su ópera prima, «Pitingo con habichuelas»– y le dije: ‘‘Maestro, ¿qué pasa? ¿Por qué todo el mundo está encima de mí?’’, y él me contestó: ‘‘Las malas palabras de uno despiertan la curiosidad de los otros’’, y es verdad. Y el caso es que a la vez que me estaban criticando todos los críticos musicales, me llamaban Phil Collins, Roger Waters, Eric Clapton, Quincy Jones… Al principio –prosigue– lo pasaba mal porque las personas somos así, nos quedamos con lo malo aunque sea mucho más lo bueno. Pero, además, es que no podemos gustar a todo el mundo. Y con los años he entendido que esas personas, las que te critican, también son necesarias para nuestra carrera, que si desaparecen es malo. En mi último disco, “Mestizo y fronterizo” (2018), toda la crítica fue buena y me asusté. No me gustó nada porque me acordé de aquella sabia frase de Morente». Al cantaor granadino, cima del flamenco, lo conoció Pitingo cuando intentaba abrirse camino en Madrid de garito en garito. Unos días en los que la idea de llegar a convertirse en el que hoy es parecía un sueño imposible: «Estaba cantando en un sitio, pidiendo el plato, y nadie me hacía caso. Había mucho ruido y dije: me voy porque aquí no hay nada que hacer. Y entonces Enrique Morente me agarró de un brazo y cuando lo vi me puse a temblar. “¿Tú eres el que estaba cantando ahí al fondo?”, me preguntó. “Eres calorrillo, ¿verdad? [de calorro, gitano]. ¿Te puedes quedar aquí hasta que se vaya la gente y así te escucho cantar?”. Cuando me dijo eso te juro que las piernas no se mantenían en pie. Y canté y Morente se volvió loco. Y luego ya llegó Carmen Linares… Ellos sabían de mí –continúa– porque yo iba por Casa Lucio, por La Soleá, por todos los colmaos flamencos pidiendo plato, buscándome la vida, y ya hablaban de mí. Igual que Salomé Pavón, que me llevó a Los Magos y se portó muy bien conmigo. Tenemos un parentesco muy lejano. Y cuántas cosas he aprendido de ella y de sus padres, Arturo Pavón y Luisa Ortega, que en gloria estén… Cada vez que hablaban de la época de oro del flamenco me quedaba pasmao. Qué alegría y, a la vez, cuánta fatiga».

El cuchillo de la fama

Con «Soulería» (2008), Pitingo tocó el cielo: llenó durante meses teatros importantes de Madrid y después recorrió el mundo. ¿Cómo asimiló aquel chaval de Ayamonte el ir subido a una alfombra voladora? «Lo asimilé mal –confiesa–. Entré en una depresión. Y recurrí a terapia, sí. Y mal, mal, mal. Al principio yo no entendía nada. Ves que todo el mundo te está halagando y diciendo cosas maravillosas, y pensaba: “Dios mío, ¿esto qué es?”. Yo, que me he criado prácticamente en la calle y analizo muy bien a las personas, sabía perfectamente que todo era mentira, y eso me agobiaba más y no quería salir de mi casa. He estado mucho tiempo mal. Empecé a disfrutar de verdad, plenamente, a partir de mi último disco, “Mestizo y fronterizo” (2018), en el que hice lo que me dio la gana. Pero incluso cuando estaba mal nunca puse una mala cara a una persona, nunca he dicho que no a una foto, jamás en mi vida, porque si no quiero fotos no salgo de mi casa. Me paro y hablo con todo el mundo. Pero sentí una presión muy grande». ¿Qué es, pues, la fama para Pitingo? «La fama es una mentira –responde tajante–. Completamente. Es plástico. Yo voy siempre rodeado de mi gente y siempre llevé conmigo a mi familia. Porque, además, no me gusta dormir solo en los hoteles, me vengo abajo cuando me meto solo en un hotel».

Anuncia el cantaor que tiene un disco a punto de ver la luz y que prepara, además, un documental biográfico: «En mayo, creo, saldrá un disco en directo. Y uno nuevo de estudio –han pasado siete años desde el último– quizá para el año que viene. Tengo ya un disco grabado, del que soy coproductor, y cuando lo escucho… Es que no me gusta nada escucharme, me saco dos mil defectos. Los productores me dicen: “Alguien te tiene que frenar, Pitingo, porque si no, no acabas nunca”. Porque lo quiero cambiar todo y no se puede, hay que parar. Por eso han pasado siete años desde el anterior. Y ahora estamos grabando también un documental de mi vida y estoy haciéndolo con mucho mimo porque quiero que salga muy bien».

A Pitingo hablar de política le ha reportado algunos severos disgustos ¿Por qué quien tiene un nombre y se expresa sobre política con libertad sufre un linchamiento en redes y en medios? «Es que la libertad de expresión vale solamente para una parte –afirma–. Para los que piensan exactamente igual que este Gobierno o a favor de este Gobierno, y si discrepas eres malo. Yo he visto cómo han llamado fascista a Sabina. ¡A Sabina! Por favor. ¡Y a Serrat! Gente que ha luchado contra la dictadura. Estamos en un momento peligroso y de mucha gilipollez. Y también hay una parte de la derecha que, cuidado, que tienes que decir ¡quietos! Dejémonos de discursos baratos y de populismos. Pero es que tenemos un nivel político subterráneo. Yo he tenido más simpatía por la derecha, sí, pero si me preguntan si soy de derechas o de izquierdas, yo ya no sé de qué soy. Soy de Huelva, soy de Dios, ese es el que manda en mí. Soy de Camarón y de Paco de Lucía, y con esto no quiero tirar balones fuera. Yo le he cantado a Anguita, a Felipe González, a Carme Chacón, a Zapatero, a Rajoy, y he estado en fiestas con Aznar, con mucha gente. Y si tú tienes el dinero también me voy a tu casa a cantarte, pero tienes que tener el dinero. Yo –añade a modo de remate– soy un gran analfabeto, no he estudiado nada, pero he viajado por el mundo entero y he conocido muchos países y me he juntado con mucha gente y he escuchado muchas cosas. Y cuando alguno se me pone a hablar, le digo: pero ¿tú qué coño has vivido?».

Ese pincel que canta y se desangra

Por Javier Menéndez Flores

El cabello hacia atrás, clavado al cráneo por cortesía de Patrico, la piel tostada y ni el más leve surco en el traje. Ante el espejo, Antonio Manuel, alias Pitingo, torero del cante, se pone nota con una tilde en el labio superior y una duda cojonera: tal vez le iría mejor la otra americana, o el borsalino, o los botines de charol… maldita sea. Siempre es posible retorcer un poco más el rizo y avivarle el brillo a la plata. Y mientras tanto, allá adentro, en las tripas, que son todo un mundo, los nervios andan dando triples saltos mortales porque ya se puede oír el alboroto de los cuerpos que, con hambre de arte en estado puro, toman asiento frente al escenario.

En Liang Shan Po las hostias no eran solo de película y había que tener mil ojos y dos mil recursos. Pero cuando al marinero payo, guapo y audaz –Ismael es su nombre– casi se lo traga una borrasca, le dijo a su bella gitana –Francisca se llama– que el mar, gluglú, para los peces. Y la Benemérita lo incorporó a su familia sin hacer preguntas –«el honor es mi divisa», etcétera– y Huelva se diluyó en el retrovisor, pero nunca en la memoria.

Y en Barajas, periferia de un Madrid próspero, la vida era feliz pero loquísima: había que cambiar las rutas con una frecuencia diabólica y auscultar los bajos del buga varias veces al día si no querías que unos asesinos venidos del norte te parasen el reloj por siempre. Y aquel chaval tenía prohibido revelar su naturaleza gitana y su vinculación con los picoletos, y así resulta complicado explicarse. Pero él era el nieto tocado por los dioses de Paca Carpio Valencia, apellidos tan de Andalucía como Hércules y sus dos leones.

En el corazón de Madrid los pasteles se burlaban de ti desde el interior de los escaparates, mientras tu boca era un cóctel de saliva y deseo. Y en cada tablao cantabas a vida o muerte, lo dabas todo y una miaja más, porque descargar maletas en el aeropuerto no era trabajo para un artista de la coronilla a los pies. Y allá que iba al galope, cual poni desbocado, el muchacho al que Enrique Morente, Carmen Linares y Juan Carmona le advirtieron enseguida complexión de portento.

Hoy sabes que a los críticos que disparan con bazuca hay que mirarles a los ojos mientras se les estrecha bien fuerte la mano, y que sean ellos los que se pongan amarillos. Bastante tienes tú ya con pespuntear el mundo con el hilo irrompible de tu voz, que sale de ti como si dieras a luz y entra en los otros, en nosotros, como una caricia con extra de picante. Y en Malecón Street, tierra mestiza y fronteriza, tú, andaluz universal, fundaste tu imperio.

En tu geografía personal palpitan Camarón, Terremoto hijo, Chano Lobato, Aretha, Ray, Sam, Janis. Y cuando exhalas el duende que te habita, dejas con la boca abierta a un tal Roger Waters y a un tal Paul McCartney. El arte de la «soulería» es tu bandera de pirata bueno y eso no te lo quita «naide», ni los puristas cerriles ni los argentinos de colmillo retorcido. Porque tú no te llamas Kunta Kinte, que lo sepa el mundo entero, sino Pitingo de Ayamonte y Barajas, príncipe del vive y déjame vivir y de la música sin barreras.

Y se agolpan las voces en tu garganta como buscan las olas la orilla del mar (ay, Julio). Yo, que solo sé que no sé nada, sí sé que de alguna manera tendré que olvidarte, baby. Tiró tiré, tiró tiré, tiró tiré…