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«The imitation game»: El enigma de una victoria

Alan Turing
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Turing se convirtió en clave para el devenir de la II Guerra Mundial. Sin embargo, su condición sexual le condenó hasta hace muy poco a un ostracismo inmerecido. Ha vuelto para convertirse en una figura digna de admiración.

Curiosa esta edición de los Oscar, en la que se han colado dos científicos únicos, Alan Turing (prodigiosamente interpretado por Benedict Cumberbatch) y Stephen Hawking (por un Eddie Redmayne que ya se ha llevado el Bafta). Pero, como ya ocurriera con el «biopic» del Nobel John Forbes Nash «Una mente maravillosa», se diría que siguen interesando las historias en las que los simples mortales nos consolamos al ver los sufrimientos que la genialidad parece traer consigo.

En el caso de Turing, además, existe el aliciente de que «The Imitation Game» busca reparar una cruel injusticia histórica, ya que aunque el matemático jugó un papel fundamental en el desciframiento de la máquina Enigma, el prodigio de la encriptación que los alemanes utilizaban para comunicarse, que contribuyó decisivamente a la victoria final aliada, dado el secreto que rodeó al operativo, prolongado por la Guerra Fría, el papel de Turing permaneció oculto. Por eso, cuando una sórdida condena por homosexualidad (el mismo delito por el que fuera castigado Oscar Wilde) le llevó a las primeras planas, los lectores sólo vieron a un profesor universitario con gusto por los hombres. Condenado a la castración química (opción que le evitó la cárcel), un año después, en 1954, su asistenta le encontrará muerto en su casa. En los últimos tiempos, el paulatino levantamiento del secreto sobre lo que ocurrió en Bletchley Park, la mansión que acogió la operación Enigma, ha permitido la puesta en marcha de un movimiento de reivindicación de su figura, que incluso llevó en el 2009 a que el primer ministro Gordon Brown leyera una disculpa pública y a que en la Navidad de 2013 la reina Isabel II indultara a Turing, el único de los condenados por ese delito que ha merecido tal gracia.

No todo fue intelecto

«The Imitation Game» es una película militante, y no lo esconde. En aras de lograr sus objetivos, el guionista Grahan Moore acentúa los tintes dramáticos y simplifica la historia para aumentar aún más el protagonismo de Turing. Cierto es que fueron sus «bombas», las máquinas creadas para descifrar los mensajes, las que consiguieron romper el código, pero no todo fue intelecto: las sucesivas incautaciones de materiales por parte del Ejército inglés ayudaron a ir cercando el misterio, y la captura del primer submarino el 9 de mayo de 1940, que imprudentemente aún tenía su Enigma conectada y en funcionamiento, resultó fundamental. Pero justo es decir que era necesario unir todas las piezas para ver el resultado final, y en eso fue clave Turing. Luego, la fuerza bruta de cálculo de sus «bombas» hizo el resto.

Claro que el inglés no trabajaba solo. Hasta 9.000 personas llegaron a unirse al esfuerzo sin comprender exactamente qué era lo que estaban haciendo. Y en la segunda parte de la contienda entró en funcionamiento una versión mejorada de Enigma, Tunny, para cuyo desciframiento resultó fundamental Coloso, el primer gran ordenador, construido en 1944 por Tommy Flowers, tarea en la que Turing fue colaborador destacado, pero no máximo responsable.

Moore se permite una licencia dramática al hacer que el protagonista llame «Cristopher» a su máquina, en homenaje a un desgraciado amor de adolescencia, algo que no ocurrió en la realidad. Y se inclina sin fisuras por la versión del suicidio, cada vez más en entredicho, como escribe B. Jack Copeland en «Alan Turing. El pionero de la era de la información» (Turner, 2013). Los argumentos de Copeland son una investigación policial sorprendentemente torpe y apresurada que pasó por alto detalles como que el cuerpo del científico estaba plácidamente acostado en su cama, cuando el envenenamiento por arsénico produce violentos estertores, o la total ausencia de indicios suicidas en los días previos por parte de Turing.

De hecho, Copeland llega a iluminar una posibilidad inquietante: que los servicios secretos británicos pudieran tener algo que ver con su muerte. La condena de Turing llevaba aparejada la prohibición de volver a trabajar para cualquier organismo público. Esta situación le haría excepcional candidato, dada su participación en proyectos tras la guerra que aún hoy son alto secreto, para ser captado por los rusos en un momento en el que la psicosis por los «topos» estaba en su cénit. Sea como fuere, lo cierto es que cada vez son más las voces que en el Reino Unido piden la revisión del caso de su suicidio: al guión de la vida real de Turing puede que aún le queden nuevos, y sorprendentes, giros.