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“Pro patria mori”: ¿Iríamos a luchar por la patria como los espartanos?

La crisis bélica de Ucrania ha reavivado el debate sobre el servicio militar y la conciencia de los ciudadanos de que para tener paz a veces hay que luchar por ella, una idea que choca con el acomodado Occidente
El filme «300» recreó las filas de los espartanos
El filme «300» recreó las filas de los espartanosLR

Madrid Creada:

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«Es dulce y apropiado morir por la patria». Ese célebre verso de Horacio –«dulce et decorum est pro patria mori»–, que a su vez se hace eco de la lírica griega –«to gar Areui katthanen kalon» de Alceo o el «dulcísimo morir» («thanein glykiston») que resuena en la poesía de Tirteo, Simónides o Baquílides–, resume a la perfección el ideario del ciudadano-soldado en la política participativa del mundo grecorromano. Efectivamente, en las ciudades-Estado griegas o la República Romana una de las dos prestaciones básicas del ciudadano varón era marchar a la guerra, a las campañas de su Estado contra sus enemigos casi de forma anual. La idea que tenemos hoy en nuestras sociedades participativas de nuestros derechos y deberes como ciudadanos está heredada de aquellas experiencias políticas. Y, sin embargo, ¿está el acomodado occidental listo para «morir por la patria»? Puede que nuestra sofisticada y democrática Europa se haya alejado de aquella voluntad de sacrificio por las armas que evocaban Horacio o Tirteo, pero la mala noticia es que, como ya sabemos, muchos otros países no tienen tantos reparos en usar la violencia y armar a su población.
Hace poco el presidente francés, Emmanuel Macron, puso el dedo en la llaga al recordar que la guerra no es una ficción lejana y que, en el turbulento escenario actual, los ciudadanos de una Europa que, de forma encomiable, defiende un ideario pacifista, tolerante y ecologista, harían bien en no olvidar su obligación de luchar, si ello fuera necesario, para defender su modo de vida. Viene esto también a cuento de la discusión pública en torno a la restauración del servicio militar, que era hace diez o veinte años obligatorio en muchos países de Europa, avivado últimamente tras la agresión de Rusia a Ucrania. Varios de estos países, de tradición pacifista, entre ellos algunas de las democracias más avanzadas del continente, notablemente en el caso de los países nórdicos, han optado a la postre por una alineación militar más clara en el marco de la OTAN mientras recuperan la formación militar obligatoria de su población. Aparte de Macron, también el gobierno de Scholz en Alemania ha hecho una suerte de «llamada a las armas». Tras su desaparición en 2011, también allí se ha vuelto al debate para reintroducir el servicio militar a partir de una propuesta del Ministerio alemán de Defensa, siguiendo el ejemplo de otros países que fueron prescindiendo de él, como en el caso de Suecia, que lo eliminó en 2008 y lo ha reinstaurado en 2023, y el debate se ha extendido a Portugal o Francia.
Lejos de cualquier retórica de patrioterismo, la idea clásica del «pro patria mori» evoca nuestra necesidad de defender el propio sistema, la familia, la propiedad, el bienestar y la paz por las armas, si se requiere. Lo queramos o no, ello está indisolublemente ligado al origen de la democracia, en lo estricto, y a la noción de ciudadanía, en lo más amplio, en las primeras sociedades políticas participativas de Occidente, en Grecia y Roma. Parece que hoy solo Suiza, Israel o EE.UU. –y, acaso en parte, Grecia, con su largo servicio militar– guarden clara memoria en sus instituciones y procedimientos de esta obligada movilización de sus ciudadanías. El arsenal en casa, la instrucción militar del ciudadano, el derecho a llevar armas… hoy son cosas que a muchos les suenan opuestas a los ideales democráticos modernos, pero, paradójicamente, están precisamente en sus orígenes. La idea de tomar las armas para defender la sociedad construida entre todos fue la base de la «polis» griega, tanto de la democrática Atenas como de la oligárquica Esparta, que incluso en algún momento supieron unirse, pese a sus diferencias, para afrontar al enemigo exterior, el despotismo persa, que pretendía aniquilar sus libertades en las llamadas Guerras Médicas.
Israeli soldiers along the border with Gaza in southern Israel
Israeli soldiers along the border with Gaza in southern IsraelABIR SULTANEFE
Muchas destacadas «poleis» hicieron de la guerra no solo un instrumento de defensa, sino también de resistencia, supervivencia e incluso expansión, como la citada Esparta, cabecilla de la Liga del Peloponeso, frente a la poderosa Atenas y su imperio comercial en la Liga Ático-délica. Las dos potencias militares, de dorios y jonios respectivamente, habrían de enfrentarse de forma inmisericorde en la luctuosa guerra del Peloponeso. Sobre Atenas pueden verse excelentes libros como el de Laura Sancho («El nacimiento de la democracia», Ático de los libros) y el de Mogens Hansen («La democracia ateniense en la época de Demóstenes», Capitán Swing). Mientras que el primero analiza la época de surgimiento del sistema político de Atenas desde las reformas de Clístenes, el segundo habla de su postrer auge después de la guerra del Peloponeso en el siglo IV a. C. Además, podrán encontrar un panorama espléndido sobre la política y la intelectualidad, y el surgimiento de una verdadera esfera pública en Atenas en «El mundo de Atenas», de Luciano Canfora (Anagrama). Pero también la eterna rival de Atenas ha recibido especial atención crítica los últimos años. En general, hay que recomendar los libros e investigaciones sobre Esparta de César Fornis, como, por ejemplo, «El mito de Esparta» (Alianza). Y, ahora, como novedad, tenemos la suerte de contar en castellano con el estupendo compendio de Paul Rahe «Esparta. Historia, carácter, orígenes y estrategias» (Erasmus). En él se analiza el éxito de Esparta tras plantar cara a los persas –celebérrimo es el episodio de las Termópilas, que ha hecho verter ríos de tinta desde Heródoto y Diodoro hasta Frank Miller– gracias a un modelo basado en la capacidad de sacrificio militar de los ciudadanos-soldados y esa ética omnipresente del morir por la tierra madre, los seres queridos y el sistema político (por más que el suyo nos pueda parecer hoy poco deseable). El libro es una buena panorámica de esta ciudad-Estado particularmente marcada por la oligarquía militarista –y evidentemente menos simpática a ojos modernos–, pero que en el fondo compartía los mismos elementos políticos clave de Atenas o Roma en cuanto al sistema de asambleas (en el caso de Esparta, la «apella» y la «gerousía») y magistraturas; entre otras, sus dos reyes, que nos recuerdan a los posteriores cónsules romanos, como poder ejecutivo de doble cabeza para que uno pueda dedicarse por entero a la milicia.
Cierto es que la sociedad espartana ha sido mitificada tradicionalmente por regímenes totalitaristas, pero también nos puede enseñar algunas buenas lecciones para la actualidad merced a una impactante serie de aciertos y de errores: de ellos podemos aprender aún hoy en estudios como el de Rahe y en fuentes clásicas, como Aristóteles, Tucídides o Jenofonte. Entre los errores, su rígida estratificación social, su carácter oligárquico y represivo, y su relación ambivalente con el comercio: a la postre, esto conllevará su ruina, el morir de éxito cuando consiguiera la hegemonía. Entre los aciertos, la diplomacia, la cohesión social, la excelente estrategia y, curiosamente, el papel de las mujeres, mucho más libre y destacado que el que tenían entre los jonios y, particularmente, en la no siempre justamente alabada Atenas. Estas y otras cosas las analiza de forma ejemplar este libro de Rahe. Pero no dejemos de lado el tema con el que comenzábamos: aquel lema de estar listos para morir por la patria, sin duda, lo compartía plenamente la democracia ejemplar del mundo antiguo, Atenas, con su acérrima rival Esparta. No sé si la democracia de hoy lo entenderá igualmente frente a los enemigos externos que pueden agredirla en cualquier momento. Pese a vivir momentos de auge cultural, económico y político en Europa, hay que pensar que la Historia es una excelente maestra y consejera, como quería Cicerón, y que la preparación para los escenarios bélicos nunca está de más. Es un debate que, en un contexto como el actual, no ha hecho más que empezar.
Pese al buenismo generalizado y a los muy loables anhelos de paz, concordia y tolerancia universal en nuestras sociedades occidentales, tampoco sobra volver aquí a los clásicos recordando otro viejo adagio que también debemos, como los versos de Horacio, al mundo romano. Se debe esta vez al tardío Vegecio: «Qui desiderat pacem, praeparet bellum».