Historia

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«Señora muerte, espere tras la puerta»

Reproducimos un fragmento de las palabras de Vasili Grossman durante el asedio a la ciudad rusa. Testimonios extraídos de «Años de guerra» que Galaxia Gutenberg publica en un nuevo libro la semana que viene

La Razón
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Reproducimos un fragmento de las palabras de Vasili Grossman durante el asedio a la ciudad rusa. Testimonios extraídos de «Años de guerra» que Galaxia Gutenberg publica en un nuevo libro la semana que viene.

«Aquí, en Stalingrado, se encuentra uno con mucha frecuencia a personas que no sólo dan en la guerra toda su sangre, toda su alma, sino también todo el poder de su inteligencia, toda la intensidad de su pensamiento. Cuántas veces he tenido ocasión de encontrar tanto a coroneles como a sargentos y simples soldados que, día y noche, tienen centrada la mente en una sola cosa. Hacen cálculos, trazan planos, como si estos hombres que defienden la ciudad hubieran hecho suya la obligación de inventar algo y realizar experimentos aquí, en los subterráneos de esta ciudad en la que poco tiempo atrás se ocupaban de ello en los espaciosos laboratorios de institutos y fábricas muchos célebres profesores e ingenieros.

El ejército de Stalingrado combate en la ciudad y en el terreno de las fábricas. Y lo mismo que en otros tiempos los directores de las gigantescas factorías de Stalingrado y los secretarios de los Comités de Radio del Partido se sentían orgullosos de que precisamente en su distrito, y no en cualquier otro de la ciudad, trabajase un célebre stajanovista, así hoy los jefes de las divisiones se sienten orgullosos de sus hombres famosos. Batiuk, riéndose, cuenta con los dedos:

–El mejor francotirador, Záitsaev, es mío; el mejor morterista, Besdidko, es mío; el mejor artillero de Stalingrado, Shukulín, es también mío...

Y lo mismo que en otros tiempos cada distrito de la ciudad tenía sus tradiciones, su carácter, sus particularidades, ahora las divisiones de Stalingrado, iguales en gloria y en méritos, se distinguen la una de la otra por múltiples particularidades y rasgos característicos. Ya hemos escrito acerca de las tradiciones de las divisiones de Rodímtsev y Gúrtiev. En la gloriosa división de Batiuk es habitual el tono de generosa hospitalidad ucraniana y de benévola y cariñosa ironía. Allí les gusta contar cómo Batiuk estaba parado junto a un blindaje cuando las granadas alemanas, silbando una tras otra, caían en el barranco, junto al jefe de artillería que intentaba salir de su refugio subterráneo; y mientras corregía el tiro en broma exclamaba:

–¡Dos metros a la derecha! Bien. ¡Un metro a la izquierda! ¡Jefe de la artillería, cuidado!

También allí bromeaban hablando del legendario virtuoso en el disparo de mortero pesado, Besdidko. Y éste, que no conoce un solo fallo, que lanza las granadas con una precisión incluso de centímetros, se ríe y se enfada a la vez. Besdidko mismo, una persona de melodiosa y suave voz de tenor, de pícara sonrisa ucraniana, que tiene en su haber 1.305 alemanes muertos, bromea cariñosamente a costa del jefe de la batería, Shukulín, que con un cañón dejó en un solo día fuera de combate a catorce tanques enemigos.

–Disparaba con un cañón, precisamente, porque solo tenía uno.

Aquí en el batallón son aficionados a las bromas, a contar anécdotas cómicas los unos de los otros. Cuentan cómo se producen los inesperados choques nocturnos con los alemanes, cuentan cómo pescan las granadas que caen en el fondo de la trinchera y cómo las vuelven a lanzar sobre los alemanes, cómo debutó el día anterior el «tontaina» de seis bocas incrustando seis proyectiles en los blindajes alemanes; cuentan cómo al pasar un enorme cascote de bomba de una tonelada, que fácilmente hubiera podido matar a un elefante, le cortó a un combatiente lo mismo que una navaja el capote, el chaquetón guateado, la guerrera y la camiseta, y no le hizo el más leve rasguño en la piel ni le hizo derramar una sola gota de sangre. Y al contar estas historias la gente se ríe, y uno mismo encuentra todo esto tan cómico que no puede por menos de reír.

En el departamento contiguo del subterráneo de la fábrica están instalados los morteros de una compañía. Desde aquí se dispara, desde aquí observan al enemigo, aquí cantan, comen, escuchan la gramola.

Un fino rayo de sol penetra a través de una chapa que cubre la ventana del sótano. El rayo trepa lentamente por la pata de la cama, acaricia un borceguí del que allí duerme, juguetea con un botón metálico de su capote, luego llega a la mesa y, cuidadosamente, como si temiera una explosión, roza una bomba de mano que está junto al samovar. Sigue trepando más arriba, lo que significa que el sol se va poniendo ya y que se acerca la noche invernal. (...)

Los combatientes rojos pusieron la gramola

–¿Qué disco escuchamos? –preguntó uno de ellos.

Varias voces respondieron a la vez.

–El nuestro, aquel...

En ese momento, sucedió algo extraordinario. Mientras el soldado estaba buscando el disco, pensé: «Qué bien estaría escuchar aquí, en este negro y ruinoso sótano, la ‘‘Canción irlandesa’’ que tanto me gusta. Y, de pronto, una voz solemne y nostálgica, entonó: «Tras la ventana, brama la tormenta...». Por lo visto, esta canción era muy del agrado de los combatientes. Todos estaban sentados en silencio. Diez veces, por lo menos, repitieron el mismo estribillo: «Señora muerte, le rogamos que espere tras la puerta...». Estas palabras y la ingenua y genial música de Beethoven sonaban aquí con una fuerza indescriptible. En la guerra, el hombre pasa por muchos sentimientos: ardientes, felices, amargos, conoce el odio y el hastío, conoce la pena y el miedo, el amor, la compasión y la venganza. Pero rara vez te visita la melancolía». (...)