Sofia Coppola se equivoca de género en Cannes
La directora de «Lost in Translation» pincha en Cannes con esta nueva y prescindible versión de «El seductor» de Don Siegel, mucho menos radical que la cinta que rodó con Eastwood en 1971. Además, el «biopic» sobre Renoir fue abucheado.
La directora de «Lost in Translation» pincha en Cannes con esta nueva y prescindible versión de «El seductor» de Don Siegel, mucho menos radical que la cinta que rodó con Eastwood en 1971. Además, el «biopic» sobre Renoir fue abucheado.
Don Siegel rodó «Harry el sucio» el mismo año que «El seductor». La coincidencia es llamativa: la primera convertía a Clint Eastwood en el epítome de la masculinidad reaccionaria, la segunda se dedicaba a transformarlo en objeto de deseo que exterminar, como símbolo de un patriarcado que la lucha feminista estaba dispuesta a sacrificar en la hoguera. Don Siegel se manchaba las manos en el proceso. Sofia Coppola prefiere ponerse guantes blancos. «La seducción», que ayer se presentó a competición en Cannes, es un ejemplo perfecto para demostrar por qué hay clásicos intocables.
Hagamos memoria. Al final de la cruenta Guerra de Secesión, un soldado de la Unión, desertor del ejército, recala en un internado de señoritas en medio del bosque, en el estado de Virginia. Herido en una pierna, su vida depende de la generosidad de esas mujeres que han tenido que aprender a sobrevivir por su cuenta durante el conflicto bélico. John empieza siendo un prisionero que tiene que ganarse su confianza, y acaba convirtiéndose en huésped de honor. Su moneda de cambio es el deseo. También la que le pasará factura: con sus sutiles maniobras de seducción, que se adaptan a los puntos débiles de cada una de las mujeres del internado, pretende convertirse en el dueño y señor de la casa, o en el eslabón perdido de una virilidad en extinción.
Siegel concebía el relato desde un sudoroso expresionismo formal, jugando con el valor icónico de Eastwood y poniendo la pulsión sexual en primer plano. Los setenta eran años más sucios, más perversos, con más inquina, y la lucha feminista abrazaba la radicalidad sin miedo a quemarse. Las comparaciones son odiosas, por eso Coppola, dice, ha querido olvidarse del filme de Siegel y partir de cero adaptando la novela de Thomas Cullinan, publicada en 1966. «‘‘El seductor” estaba contada desde una perspectiva masculina –afirmó en rueda de prensa–. Yo he querido hacerlo desde una perspectiva femenina, imaginando cómo pensaban las mujeres de esa época».
En primer lugar, si la película de Coppola parece más feminista, que no lo es, tiene que ver con que Colin Farrell no es Clint Eastwood. Al carecer del valor icónico de aquel, su masculinidad está vagamente emasculada desde el principio, y la balanza se decanta hacia un punto de vista femenino que la película, en realidad, alimenta desde una contención más asfixiada que sutil. Si Eastwood era un chulo de barrio, el gallito que acaba convirtiéndose en pelele en una orgía granguiñolesca políticamente incorrecta, Farrell es, desde el principio, un cero a la izquierda. El móvil de los personajes femeninos sigue siendo el deseo, pero Coppola decide apagar su fuego. Hay un intento por evocar la atmósfera de solidaridad de género de «Las vírgenes suicidas», pero la brutalidad intrínseca de la trama se pelea con la delicadeza de la puesta en escena, terreno en el que Coppola ha querido desmarcarse del original.
En ese sentido, la película es deliberadamente fría y brumosa, los interiores parecen iluminados con las velas de «Barry Lyndon», el realismo minucioso de gestos y maneras respeta los de la época. Su aliento pictórico implica una distancia: hay que mirar de lejos, que es lo mismo que hay que admirar su belleza. Es un filme de qualité, de prestigio, hecho a partir de una novela «pulp». Así las cosas, ¿qué pasa con el sudor y la sangre? Alguien ha borrado las manchas, los olores. De ahí que las decisiones que toman los personajes –algo así como una adaptación aséptica del lema «contra violación, castración»– resulten, en el filme de Coppola, tan bruscos, tan poco orgánicos. Es cierto: la película de Siegel tendía a retratar la deriva «gore» de la trama como la crónica de una venganza colectiva teñida de histeria menopáusica, un aquelarre en toda regla, pero la opción de Coppola, que es convertirla en una misa matinal, reduce a cenizas la lógica dramática del relato, ahora transformada en una pesadilla evanescente de la que despertamos sin acordarnos.
Amor y trabajo
Como el soldado de «La seducción», Auguste Rodin también es un objeto de deseo para las mujeres que le rodean, que posan para él, que le esperan en casa, que se convierten en sus alumnas aventajadas, pero, por qué no decirlo, al francés Jacques Doillon las chicas no le importan demasiado. La pasión que Rodin siente por Camille Claudel, y que le consume de por vida, está difuminada por la pasión por su trabajo. Lo veremos trabajando durante dos horas, preocupado por las distancias entre los cuerpos y las estatuas, modelando la realidad una y otra vez, intentando demostrarse a sí mismo que es el mejor escultor del mundo mientras las dudas le carcomen. Rodin es Vincent Lindon, que gruñe por lo bajo, como si imaginara que, en realidad, lo está dirigiendo Maurice Pialat o Claire Denis.
Ver a un artista que trabaja puede resultar fascinante. Sin ir más lejos, en la historia de Cannes hay dos películas sobre pintores –«La bella mentirosa», de Rivette, y «El sol del membrillo», de Erice– que ganaron premios convirtiendo el acto de creación en una fiesta para la inteligencia. No hay previsión de Palma para el «Rodin» de Doillon, que ayer recibió merecidos abucheos en su pase de prensa: tal vez, imbuido por el espíritu oficialista de las celebraciones del centenario de la muerte del insigne escultor, no ha sabido conciliar su discurso sobre el deseo y los cuerpos, tan presente en películas tan estimulantes como «Mis escenas de lucha», con las exigencias de un cine académico. No es que «Rodin» sea un «biopic» convencional, pero cada escena pesa tanto como una de las esculturas que su protagonista esculpe en un abrir y cerrar de manos, y la monótona suma de sus piezas no evita el didactismo, al pasearse por la escena artística de la época –cameos de lujo: Mirabeau, Monet, Rilke– como quien visita un museo, ni tampoco al repetir el ideario de Rodin una y otra vez.