“Lorca, Vicenta”: La mujer que acunó al genio ★★★★☆
No se lo han puesto nada fácil a sí mismos ni los autores ni el director ni la actriz protagonista, y la verdad es que todos salen bien parados de sus respectivos retos
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Autores: Itziar Pascual, Yolanda Pallín y Jesús Laiz. Director: Pepe Bornás. Intérprete: Cristina Marcos. Teatro Fernán Gómez (Sala Jardiel Poncela). Hasta el 27 de febrero.
Arriesgada y exigente propuesta en el fondo y en la forma, de nuevo con el universo Lorca, esta que ha estrenado ahora la compañía Apata Teatro. No se lo han puesto nada fácil a sí mismos ni los autores ni el director ni la actriz protagonista, y la verdad es que todos salen bien parados de sus respectivos retos. Ya es difícil, en primer lugar, levantar un monólogo dramático que sea interesante y potente a partir de datos reales –o al menos cuidadosamente verosímiles– de un personaje como la madre del poeta granadino. Es verdad que Vicenta Lorca fue una mujer inteligente y con inquietudes; pero de vida sencilla y carácter discreto, y alejada en su entorno rural de toda aquella batahola política que devino en barbarie y acabó con la vida de su propio hijo.
Por fortuna, esa modesta realidad de la protagonista no ha sido transformada en el texto que han escrito Yolanda Pallín, Itziar Pascual y Jesús Laiz. La obra rebosa verdad porque privilegia, sobre cualquier otro aspecto social o político, el mundo interior de una mujer en realidad muy universal, preocupada en su juventud por salir adelante y, ya después, por sacar adelante a sus hijos.
La estructura dramatúrgica es deliberadamente ambigua, sin que ello reste un ápice a su consistencia: no se sabe bien dónde está la protagonista en sentido estricto, ni por qué cuenta lo que está contando; tampoco se sabe si habla con alguien o consigo misma, su voz pasa de la segunda persona a la tercera como si tal cosa. Tal vez esté intentando rescatar sus remotos recuerdos ante el postrer suspiro; de ahí la naturaleza onírica y fragmentaria de su discurso, y de ahí también que el director Pepe Bornás mueva a la actriz por un espacio fabuloso, casi surrealista, en el que convergen títeres, personajes recortados en cartulinas –como las alumnas de la escuela en que Vicenta fue maestra– o imágenes proyectadas de Federico con las que ella interactúa. Aquí vemos, además, a un Federico encarnado por actores y actrices diferentes cada vez que aparece, quizá ahondando en esa universalidad de la relación madre-hijo a la que antes aludía.
Todo es confuso en la atmósfera, en la ubicación espacio-temporal del discurso; pero todo es diáfano en el concepto, honesto, sincero. Hay una verdad que el director ha sabido mantener incólume; una verdad que se adorna con simpáticos juegos escénicos sin dejarse tentar por la alharaca. Y en esto último tiene que ver mucho la interpretación que hace Cristina Marcos; un gran trabajo, pero muy singular, casi insólito, en cuanto que nace, permanece y muere en la imaginería íntima del personaje. Esto quiere decir que ella se coloca dialéctica y emocionalmente en un lugar ajeno al público –como si la estuviese mirando una cámara en primer plano y no una persona en la fila 6 o 7–; parece que no quiere captar la atención del espectador, sino que sea este quien se tome la molestia de llegar hasta donde ella está. La sensación es extraña al principio; uno cree que la actriz no va a poder mantenerse con éxito toda la función en ese “rincón” interpretativo; pero lo logra. No solo consigue que seas tú quien vaya hasta ella, sino también que salgas de la sala pensando que ha merecido la pena hacer ese esfuerzo.