Cargando...
Sección patrocinada por

Teatro áureo

Disfraz y homosexualidad en el Siglo de Oro

El recurso de la dama disfrazada, tan utilizado en el teatro del Barroco, ha dado lugar a muy diferentes interpretaciones sobre las inclinaciones sexuales de los personajes

El personaje de Lamberto, disfrazado de mujer, enamora al emperador de los turcos en "La gran sultana" CNTC

Aunque no siempre estén claras sus intenciones, el teatro todo lo subvierte. Así ha sido desde que existe, esto es, desde que el mundo es mundo. El arte de representar es el arte del juego y el disfraz. Y eso afecta, cómo no, a los roles de género, y a las orientaciones y conductas sexuales que puedan derivarse de esos roles. Otra cosa es que el poder y la propia sociedad, en según qué momentos de la historia, hayan actuado como represores de algunas de esas conductas llevadas a escena. Pero, en contra de lo que pueda parecer, su eficacia ha sido limitada, incluso en lo momentos más adversos para la expresión artística. O se prohíbe el teatro de manera tajante, así, sin más (como ya proponía el anónimo manuscrito titulado ‘Abusos de comedias y tragedias’ y fechado en torno a 1582), o se asume el riesgo de que la vida, en toda su amplitud, pueda verse en él reflejada, ya sea de manera más nítida o más disimulada. Porque uno de los encantos del teatro es que en él cabe, precisamente, cualquier contingencia, incluso la más improbable. El escenario es el disparadero de la imaginación y el pensamiento. Y el juego y el disfraz están asociados de manera inexorable al concepto de la fabulación, del engaño. Y es ese concepto, al servicio, como digo, de las intenciones más variadas y recónditas, el que sirve de paraguas a cualquier posibilidad argumental o dramática. Al fin y al cabo..., “todo era mentira”, podrá sostener siempre el creador cuando alguien quiera echarle los perros.

Si volvemos la vista atrás y nos detenemos en el maravilloso y fecundo Siglo de Oro, comprobaremos que poco o nada de lo que ocurría en las tablas tenía una correspondencia directa, al menos no manifiesta, con la vida real. Ni las mujeres nobles se casaban con sus secretarios después de seducirlos, como ocurre en ‘El perro del hortelano’; ni los cadíes musulmanes creían en los cambios de sexo por arte de magia, como el que supuestamente sufre Lamberto en ‘La gran sultana’; ni las damas recorrían el mundo vestidas de hombres para perseguir a apuestos galanes o para escapar de ellos, como sucede en tantas y tantas comedias: ‘Don Gil de las calzas verdes’, ‘Valor, agravio y mujer’, ‘El vergonzoso en palacio’, ‘Las manos blancas no ofenden’, ‘Las bizarrías de Belisa’, ‘La dama duende’, ‘La moza de cántaro’…

Y aquí llegamos de nuevo a algo, como decía, esencial en el teatro: el disfraz. Un disfraz físico, en este caso, que da pie al equívoco; y un equívoco que permite que afloren sentimientos, deseos y conductas que estaban asimismo disfrazadas. La paradoja es tan extraordinaria como poética: la máscara provocando el desenmascaramiento.

Sin embargo, la cuestión de la homosexualidad nunca termina de revelarse de forma meridiana en las comedias áureas: los deseos e inclinaciones de tal naturaleza quedan solo apuntados de manera un tanto ambigua, confusa, siempre amparados en una posible explicación que esté en consonancia con el orden establecido. Lo habitual en estas obras es que la atracción que despierta en un hombre otro hombre vestido de mujer se deba a que el primero cree estar viendo en el segundo a una verdadera mujer, si bien es cierto que esto resulta difícil de creer en muchas de las situaciones que plantean los dramaturgos.

En cualquier caso, esa indefinición, esa manera que tenían los autores de cubrirse las espaldas, era más que comprensible si tenemos en cuenta que la homosexualidad era por aquellos tiempos uno de los mayores delitos que podían cometerse. Cierto es que no es muy correcto hablar de ‘homosexualidad’ tal y como la entendemos hoy, ya que este es un concepto muy posterior, sino más bien de ‘sodomía’. Lo que perseguían la justicia y la iglesia, y lo que estaba fatalmente visto por la inmensa mayoría de la propia sociedad, eran los actos físicos y concretos de sodomía, que se llegaban incluso a relacionar, en el summum de la superchería, con catástrofes y plagas como la peste. Dentro de esas conductas ‘sodomitas’, eran mucho más graves las “activas” que las “pasivas”, como se colige tras leer las sentencias de la época, y mucho peores las que se materializaban en la introducción de “los miembros genitales en el óculo trasero” que aquellas que consistían en “tomar el miembro (del otro individuo) en la mano para hacerle venir en polución”. El sodomita era el hacedor del mal en la Tierra, y por eso la Real Pragmática de 1497 establecía para ellos la pena de la hoguera, porque, tal y como reza el texto, “entre los otros pecados y delitos que ofenden a Dios nuestro Señor, e infaman la tierra, especial es el del crimen cometido contra el orden natural”.

Aclaro todo esto para llamar la atención sobre algo curioso: el deseo o la inclinación homosexuales, si no tenían consecuencias físicas y explícitas, no entraban en las coordenadas de la ley y la religión, probablemente porque nadie había definido aún,, desde el punto de vista intelectual, esa cosa que hoy llamamos homoerotismo. Y es esa suerte de vacío conceptual lo que propicia la ambigüedad de intenciones y de atracciones que rezuman algunos textos teatrales.

Ahora bien, si los autores no podían permitirse ser claros con la orientación sexual de sus personajes, menos claros aún podían ser en su vida real. Cada vez son más los estudios encaminados a demostrar la homosexualidad, la bisexualidad o la relación meramente puntual con otra persona del mismo sexo de algunos autores del Siglo de Oro, tales como Cervantes, Quevedo, el conde Villamediana, sor Juana Inés de la Cruz... Algunos de esos estudios parecen más concluyentes que otros, pero es difícil ser categórico en casi todos ellos porque mucho se preocuparon los propios escritores de no dejar pistas.