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"Italianeses": Sin patria y sin libertad ★★★★☆

Tras el éxito de "Kohlhaas", Riccardo Rigamonti vuelve a triunfar con otro trabajo espléndido
Riccardo Rigamonti se mete en la piel de Tonino Cantisani
Riccardo Rigamonti se mete en la piel de Tonino CantisaniÁureo Gómez
La Razón

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Autor: Saverio La Ruina. Directores: María Gómez de Castro y Riccardo Rigamonti. Intérprete: Riccardo Rigamonti. Teatro del Barrio (calle de Zurita, 20. Madrid). Hasta el 22 de febrero.
Después de sorprender a propios y extraños hace ya más de un lustro con aquella espléndida y original función que fue Kohlhaas, Riccardo Rigamonti y María Gómez vuelven a la carga con otro espectáculo unipersonal protagonizado por el primero y dirigido, en este caso, por ambos. Dado el precedente mencionado, el nuevo trabajo no puede resultar ya tan original; pero sí es igual de espléndido. Tomando otra vez como referente la narración oral italiana, Rigamonti sustituye la tercera persona de la obra anterior por la primera y, metido ahora en la piel de un personaje llamado Tonino Cantisani, se dirige al público para contarle su increíble peripecia vital, la de un hombre nacido en un campo de prisioneros de Albania, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, que pasa allí 40 años alimentándose con el sueño de reencontrase con su padre en Italia –un país que ni siquiera conoce, pero que supuestamente es el suyo-. Escrita por Saverio La Ruina, la historia está inspirada en el caso real de cientos de personas que tuvieron que aguardar a que el régimen comunista de Albania se desmoronase en 1991 para conquistar su libertad y llegar a un país, Italia, que no los recibió con el afecto que ellos habían esperado. Tal y como dicen los artífices de la propuesta, fueron considerados “italianos en Albania y albaneses en Italia”.
La función ofrece una visión meridiana y reveladora de un episodio histórico vergonzoso; pero Italianeses no trata de ser tanto un drama político como un relato poéticamente humano, tejido con las ilusiones, esperanzas, fantasías y deseos que guían al protagonista en su conmovedora supervivencia.
Aunque la dramaturgia arrincona incomprensiblemente el personaje de la madre, y hay una escena, la del fútbol, que se alarga más de la cuenta, la obra es un mecanismo de admirable precisión en el que las numerosas digresiones y analepsis –dentro de la analepsis general que constituye toda la narración- han sido meticulosamente colocadas para favorecer el suspense y para variar el tono del relato, haciendo que el espectador pase, una y otra vez, de la dolorosa conmiseración a la sonrisa más tierna. Y todo ello lo consigue Rigamonti en el escenario con las armas propias de la narración, más que de la estricta representación; esto quiere decir que en su trabajo como actor no es tan importante ‘recrear’ para que el espectador ‘vea’ –de hecho, vuelve a aparecer ante el público provisto solamente de una silla-, como ‘referir’, con la debida intensidad emocional, para que el espectador ‘imagine’ todo con nitidez. Y vaya si lo consigue.
En verdad, toda la función es un canto a la imaginación, que se articula en dos niveles: desde el punto de vista formal, como acabo de señalar, plantea ese reto de colocar al público en espacios que ni siquiera están expresados simbólicamente junto a personajes que apenas necesitan ser descritos; pero, además, desde el punto de vista argumental, la obra habla de lo valiosa que puede ser esa imaginación para afianzar en ella nuestra dignidad moral cuando la libertad nos ha sido arrebatada. Eso es lo que hace el protagonista durante 40 años en el campo de prisioneros; y eso es lo que le convierte en un hombre, como dijo el poeta, “en el buen sentido de la palabra, bueno”.
  • Lo mejor: La capacidad del actor-narrador para meter al espectador dentro del relato.
  • Lo peor: Los abruptos cambios en el espacio sonoro y la iluminación