Visión musical y escénica del Lazarillo
El compositor David del Puerto y el comunicador y comentarista musical Martín Llade se unen en uno de los textos más célebres de la picaresca española
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David del Puerto: “Lazarillo”. Ruth González, Enrique Sánchez-Ramos, Antoni Comas, Silvia Zorita. Ensemble de cámara. Dirección musical: Lara Diloy. Dirección de escena: Ricardo Campelo. Clásicos en Alcalá. Teatro Corral de Comedias, Alcalá de Henares, 16-VI-2023.
En noviembre de 2014 se estrenó, en el Teatro Gayarre de Pamplona, la ópera “Lazarillo de Tormes”, con música de Íñigo Casalí y libreto de Carlos Crooke. Partiendo del mismo texto, uno de los más célebres de la picaresca española, el compositor David del Puerto (Madrid, 1964) y el comunicador y comentarista musical Martín Llade (San Sebastián, 1976) se han unido para cantar de nuevo las peripecias y las vivencias del personaje. Y lo han hecho con gracia, sentido de la progresión dramática y humor corrosivo.
Llade ha respetado casi por completo las fazañas y el lenguaje de la obra y ha dejado ancho campo a la ágil pluma musical de Del Puerto, que ha sabido penetrar, sin perder su lenguaje moderno y original, tan suyo, en los entresijos de la historia y de las situaciones, tan variadas, tan coloristas, tan crudas a veces. Pare ello ha utilizado un pequeño conjunto de seis instrumentistas, que, bajo la segura y sensible dirección de Lara Diloy, han realizado un limpio y puntual trabajo, en ocasiones de verdadero encaje de bolillos.
La música es vivaz, grácil, ora scherzante, ora pastueña, ora evocativa. En ella se enlazan sin solución de continuidad los distintos episodios, en los que cabe de vez en cuando el recitado o el pasaje hablado. El compositor ha sabido, sin perder el norte de su moderno y siempre elegante eclecticismo, edificar un discurso fluido y rico, con llamadas y evocaciones a estructuras y rasgos, pasajes y decires, que emanan de una sabia estilización de músicas de nuestro siglo de oro hábilmente “aggiornadas”. Sobre un recitativo melódico, con inclusión de pasajes arioso, sirve milimétricamente al texto.
Aquí y allí surgen solos de los distintos instrumentos y estratégicos “pizzicati”, apuntes, nerviosos y erizados momentos, dependiendo de la situación dramática; cantilenas variadas, climáticos melismas, conjuntos vocales, imitaciones, combinaciones instrumentales y vocales de excelente cuño. Es
cierto que en ocasiones algunos instantes caen en la morosidad y en la insistencia, dependiendo de la acción, a veces en exceso repetitiva y alargada, como sucede con la secuencia de la comida del clérigo guardada en un arca, lo que provoca un rosario de idas y venidas. Aquí produce cierto asco la cena de una cabeza de carnero en salsa. Hay episodios poco o casi nada tratados, como el de la estafa del vendedor de bulas. Para cada uno se ha escrito una música ad hoc, que discurre amena y bien coloreada, a veces punzante, a veces discreta.
Gran parte de las secuencias, desarrolladas en este caso sobre el muy reducido escenario del Teatro alcalaíno, son tomadas en video por un cámara que va de aquí para allá ataviado, como los personajes, de época, y proyectadas sobre una pantalla, de tal forma que en muchos momentos acabamos por ver a la vez la misma escena. Algo que complica no poco el discurrir dramático, aunque lo refuerza y afirma. Una doblez que no terminamos de ver justificada, aunque procure una doble dimensión cara un problemático futuro, bien que los trajes y atuendos sean plenamente de época.
Asistimos a una excelente representación estupendamente servida por la batuta de Diloy y el sexteto a sus órdenes: Cristina Santirso (flauta), Yeimi Leguizamón (oboe), Andrea Pérez (fagot), Marian Tur (violín), Ana Medina (chelo) y Alexander Álvarez Estupiñán (guitarra). Los distintos episodios escénicos fueron bien movidos, en una muy buena labor teatral por la mano de Campelo.
Nos quedan las voces. La primera, por supuesto, la tan ligera, vibrátil, espumosa y rica, de la soprano Ruth González, ideal por su timbre, sus hechuras, su disposición, su gracia, su dicción, para servir al Lazarillo; incluso cuando se hace mayor y se casa (hay que imaginárselo con unos cuantos años más). Cantó y recitó con arte y entusiasmo. La acompañaron en los demás variados papeles Enrique Sánchez-Ramos, siempre dúctil, entonado, haciendo valer su no especialmente rico instrumento de barítono lírico, bien manejado y regulado; Antoni Comas cuya voz de tenor lírico-ligero ha perdido algo de lustre, pero que sigue conservando su arte de caricato (estupendo su clérigo), y Silvia Zorita, de tinte algo nasal y no siempre afinada, pero cumplidora y bien ensamblada con el resto.
Una pena que no se contara con los socorridos sobretítulos. Muchos pasajes no se entendieron bien y no hubo en todo momento el deseado balance entre escena y foso. Este no existió, ya que, dada la disposición del recinto, el grupo instrumental se situó en el palco de la parte de atrás del Teatro, a muchos metros de las voces. Buen triunfo al final. De seguro que la obra ganará enteros cuando dentro de casi un año se represente en el Teatro Lope de Vega de Sevilla.