Templarios: La caída de los caballeros de la temible orden
Lograron un enorme poder militar y económico que destinaban a un costoso dispositivo militar. Inflamaron la imaginación popular, y su caída la cuenta «Knightfall», una nueva serie de televisión
Lograron un enorme poder militar y económico que destinaban a un costoso dispositivo militar. Inflamaron la imaginación popular, y su caída la cuenta «Knightfall», una nueva serie de televisión.
La Orden del Temple se ve sometida a dos visiones contrapuestas que tienen su origen en la Edad Media. Algunos coetáneos, como Guillermo de Tiro, los consideraban caballeros ávidos de poder y gloria, mientras que otros, como Bernardo de Claraval, les describieron como cristianos modélicos. Hoy en día hay quien cree que esta orden militar fue una secta esotérica que atesoraba toda clase de secretos arcanos. Y ello, unido al proceso que supuso el fin de la Orden de los Pobres Compañeros de Cristo y del Templo de Salomón, sin duda es la clave de su popularidad.
La conquista de Jerusalén (1099) tras la Primera Cruzada abrió las puertas a la peregrinación hacia los Santos Lugares. La orden del Temple fue fundada poco después por Hugo de Payns para garantizar la seguridad de los peregrinos. La existencia de la primera orden de caballería estuvo por tanto asociada a este fenómeno. Los novicios que ingresaban en el Temple debían renunciar a cualquier posesión terrenal. Sin embargo, la orden pronto se vio beneficiada por un gran número de donaciones, tanto en bienes inmuebles como dinero y armas, además de privilegios y exenciones fiscales de reyes y del papado. La enorme riqueza del Temple se basó en dos pilares: las encomiendas y la banca. Las primeras incluían haciendas, inmuebles, títulos, y poblaciones con rentas, derechos y aranceles. Las actividades financieras se vieron facilitadas por su carácter internacional. Los templarios realizaban préstamos a un interés menor que los judíos y, en una época en la que transportar dinero siempre resultaba arriesgado, contaban con pagarés y letras de cambio.
Seda e incienso
Un siglo después de su fundación, la Orden era un estado dentro del Estado, tanto en un sentido militar como económico, pues poseía más de 9.000 encomiendas, unos 30.000 caballeros y sargentos (además de escuderos, siervos y artesanos), cincuenta castillos por toda Europa y Oriente Próximo, y una flota en los puertos de Francia que realizaba labores mercantiles y militares. El comercio con Oriente, que había estado prácticamente cerrado desde la conquista islámica, les permitió importar especias, seda, ébano, azúcar, incienso y otros productos de lujo. Pronto los rumores de que los templarios atesoraban enormes riquezas, que incluían sagradas reliquias traídas de Tierra Santa, alimentaron la imaginación popular. Lo cierto es que estos ingresos se destinaban por entero a mantener un costoso dispositivo militar para la defensa de los Estados Cruzados.
Jacques de Molay, el último maestre del Temple, asumió el cargo en 1293, cuando la orden se hallaba en una posición muy precaria. Tras la caída de San Juan de Acre dos años antes, los cruzados tuvieron que evacuar sus últimas posesiones en Tiro, Sidón y Beirut. Para entonces, Europa occidental se veía sumida en una grave crisis económica, y a ningún monarca le interesó reconquistar los Santos Lugares. El Temple, en gran medida, había perdido su razón de ser, y los intentos del papado de organizar una nueva cruzada fracasaron. En tales circunstancias, Jacques de Molay demostró una notable habilidad militar, pero una escasa visión política. Gracias a una alianza con el reino cristiano de Armenia y los mongoles, logró derrotar a los musulmanes y retomar Jerusalén durante unos meses. La falta de refuerzos le impidió consolidar el éxito y le forzó a retirarse tras intentar conservar algunas plazas.
La situación económica en Europa no solo había hecho imposible una nueva cruzada, sino que además selló el destino del Temple. Desde 1285 reinaba en Francia Felipe IV, apodado «el Hermoso», que había solicitado un gran préstamo a la Orden para financiar varias campañas militares y abonar ciertas dotes. Una deuda considerable que se sumaba a las heredadas de su padre Felipe III. En un intento de sanear las cuentas, el rey francés trató de limitar los privilegios fiscales de la Iglesia, lo que trajo un agrio conflicto con el papado. A medida que la situación económica se deterioraba, la moneda se devaluaba y la carestía y las hambrunas aumentaban, la situación del monarca francés se volvió desesperada. A principios de 1306 hubo una revuelta popular en París, y Felipe «el Hermoso» tuvo que refugiarse en el bastión del Temple, donde guardaba el tesoro regio. Tal vez para ganarse el apoyo de la orden, el rey quiso ser miembro honorario, pero esta petición fue rechazada.
A partir de tal desencuentro, los rumores y libelos sobre los templarios comenzaron a difundirse de forma oportuna por toda Francia. Poco después, en julio de 1306, el rey ordenó la expulsión de los judíos y sus bienes pasaron a ser propiedad de la Corona. Esto no bastó para saldar sus enormes deudas. Dada la situación, Jacques de Molay viajó a Poitiers, donde se reunió con Clemente V para solicitar una investigación formal, que se inició en agosto de 1307.
En septiembre, Felipe IV hizo que sus efectivos militares estuvieran dispuestos para actuar el 12 de octubre y les entregó una orden sellada que no debían abrir hasta esa fecha. Durante la noche fueron arrestados 20.000 miembros del Temple, de los cuales 546 eran caballeros. Jacques de Molay se hallaba en París, pues Felipe le había invitado a las exequias de su cuñada, y fue apresado junto al resto. Los cargos contra los miembros de la Orden del Temple incluían el obligar a los novicios a abjurar de Dios, adorar a ídolos, realizar ceremonias sacrílegas, sodomía, blasfemia y apropiación indebida de bienes. Muy pocas voces se alzaron en su defensa. El papa se limitó a emitir una protesta formal y Felipe IV inició una ofensiva diplomática para convencer a los otros reinos para que actuaran de una forma similar.
En el minucioso registro de las encomiendas no aparecieron evidencias de ídolos satánicos, reliquias arcanas o fabulosos tesoros. La declaración de un reo a muerte, que aseguró haber escuchado a un templario admitir tales acusaciones, fue recompensada con la conmutación de la pena y una considerable suma. Este cuestionable testimonio bastó para que Guillermo de París, gran inquisidor de Francia y confesor del rey, aceptara los cargos. En una bula emitida el 22 de noviembre, el Papa elogió el celo mostrado por Felipe IV y ordenó que la orden fuera investigada en toda la Cristiandad. Asimismo solicitaba que se confiscaran todos sus bienes para que la Santa Sede se hiciera cargo de ellos. El proceso judicial se caracterizó por la obtención de confesiones mediante tortura, gracias a lo cual Jacques de Molay admitió haber renegado de Dios, escupir sobre la cruz, adorar a ídolos y practicar la sodomía. Los interrogatorios prosiguieron y cientos de templarios acabaron en la hoguera. En abril de 1311 Clemente V emitió un edicto en el que suspendía la Orden del Temple. En Castilla y Portugal no se actuó contra ellos hasta que se promulgaron nuevas bulas, y en Aragón hubo resistencia armada en varios castillos. Finalmente, en los reinos hispanos, los templarios fueron absueltos y, más tarde, pudieron ingresar en otras órdenes militares. La suerte de los freires de Francia fue muy distinta.
La maldición final
El 12 de marzo de 1312, el concilio de Vienne decretó la disolución oficial del Temple y los bienes de la orden fueron repartidos. Tras declararse inocentes, Jacques de Molay y 38 templarios fueron llevados a una isla del Sena para morir en la hoguera. La tradición asegura que, mientras su cuerpo era devorado por las llamas, el último maestre templario profirió una maldición contra el linaje real de Francia. A lo largo de los meses siguientes, uno tras otro, los principales responsables del proceso perecieron, y en noviembre de 1314 Felipe IV falleció en un accidente de caza. A sus dos hijos, Felipe V y Carlos IV, se les conoce como «los reyes malditos», ya que murieron años después sin descendencia. De este modo, el fin de la dinastía de los capetos quedó ligado para siempre con la leyenda templaria.