The Band, el fin del rock & roll
La disolución de la mítica banda, hace ya 40 años, marcó la primera de las mil muertes del género tras una noche memorable recordada en un libro y varias reediciones.
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La disolución de la mítica banda, hace ya 40 años, marcó la primera de las mil muertes del género tras una noche memorable recordada en un libro y varias reediciones.
Al rock le pasa como a la novela, que lo matan todos los años. Una de las primeras veces que certificaron su defunción fue hace 40 años, el día de la disolución de The Band, el grupo que fue en realidad más conocido como acompañante de Bob Dylan que como guardián de las esencias de una manera de entender y de sentir la música popular. El 25 de noviembre de 1976, la banda se separaba con un concierto que se denominó «The Last Waltz», una noche memorable en la que participaron Van Morrison, Neil Young, Bob Dylan, Dr. John, Joni Mitchell, Muddy Waters y Eric Clapton entre otros, y que puso punto y final a esta icónica formación y también a una etapa de la música popular, que, como describe en su libro «Imposible vivir así» (Sílex) Miguel López, daba paso a «la mercadotecnia, el dinero y los fuegos de artificio que arrinconan la pureza del sonido. La música será pronto un negocio maduro», escribe el autor. Varias reediciones discográficas y de vídeo recuerdan ese concierto histórico.
Tras 16 años de carretera, los canadienses decían adiós sometidos a las tensiones que serán corrientes en el futuro: los abogados, las envidias, las drogas, la presión y la mentira. Así que deciden hacerse un harakiri y que todo el mundo les vea desaparecer con la humildad de un samurai, tocando para otros, cediendo protagonismo, echándose a un lado. Fue el final de un sueño, de una era, y, sobre todo, como decía Heorge Harrison, de «la mejor banda de todos los tiempos».
Pérdida de la inocencia
Pero no estaríamos recordándola hoy si lo que pasó esa noche en San Francisco no hubiera sido un emocionante canto del cisne, algo en lo que tuvo mucho que ver Martin Scorsese, que filmó la velada sin cobrar, olisqueando en el ambiente que se escribía la historia. El realizador italoamericano ya era bastante célebre por entonces gracias a «Malas calles», historia en la que la música aparece casi como un personaje más, y accedió a grabar este funeral si se hacía a su manera, contando una historia, al servicio de una narrativa y no sólo de un sepelio.
«The Band era un grupo extraño con tres magníficos cantantes y dos baterías, capaces de tocar una veintena de instrumentos y sin liderazgo definido, una riqueza que realza su carácter compacto», escribe López. Un grupo sin líder, formado por Rick Danko, Garth Hudson, Richard Manuel, Robbie Robertson y Levon Helm, mecido por una frágil armonía que sucumbe al ruido de fondo. Comenzaba una era de pérdida de la inocencia que se asoma en el hilo temporal de música igual que los restos de cocaína en la nariz de Neil Young aquella noche, como fueron recogidos por la cámara de Scorsese, que tuvo que pixelarlos para que no se vieran en el montaje final. Sin embargo, la narración del libro permite remontarse mucho tiempo atrás, a las infancias de los protagonistas, chicos (todos canadienses salvo Helm) enganchados a las emisoras de radio que barren toda América del Norte con rock & roll y a la construcción, en suma, de un territorio mítico. Cada capítulo va desgranando lo que sucede en el escenario enhebrado con lo que pasa tras las cámaras y con el pasado de cada uno de los intérpretes. También nos asomamos a su futuro y al triste destino de la película, que pasó de ser un homenaje a un clavo en el ataúd del grupo. Robbie Robertson, guitarrista y autoproclamado líder del grupo, maniobra para quedarse con todos los beneficios que genera el filme (mano a mano con Scorsese) y todos los demás miembros de la banda se sentirán estafados. La resaca del último baile nunca se pasará. Richard Manuel caerá en el alcoholismo y las drogas –se suicidió en 1986 en plena gira de reunión de The Band–, y tras él fallecieron Rick Danko y Levon Helm. Es difícil que un grupo de rock tenga un buen final porque el arte es un camino vital francamente impracticable. Como dice Robertson, es «imposible vivir así».