Un bluf previsible e indefendible
El cartel del «arte» de Morante, Juan Ortega y Pablo Aguado decepcionó con el desigual encierro de Juan Pedro Domecq en la Feria de San Isidro
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En Madrid volvían a medirse Morante, Juan Ortega y Pablo Aguado, que es lo mismo que exponer el arte y querer multiplicarlo y servirlo a los ojos de la Monumental de Las Ventas, con el toro de esta plaza, y lo tocapelotas que somos por el foro, lo llevamos en el ADN, y ver qué pasa. No es poco. La plaza a reventar, llena, en busca del «arte». Y quién tiene más arte, porque ¿quién torea mejor de capa? De eso, de mecer las embestidas de los toros, de acariciarlas saben estos tres del sur. Que conste, que tiramos de memoria, no de lo que vimos ayer, ya que transitamos la tarde huérfanos de toreo que llevarnos a los ojos, de emociones y momentos que recordar cuando San Isidro, que lo hará, también nos abandoné.
Madrid es una cuesta escarpada, en la que además el viento sopla, el toro pesa y el público ruge o molesta. El término medio se digiere mal, como la indiferencia. Pero lo de ayer fue jugar otra partida. Una de perdedores. Una previsible y maldita. Una de esas que está envenenada por las reglas del juego. Se sabía. Qué malo es eso. Que se sepa y a pesar de ello nadie haga nada por evitarlo. La batuta hizo sonar los acordes previstos.
Miraba hacia arriba Morante como si esperara respuesta del viento. Levantaba la muleta, esa que quería dominar la descompuesta embestida de un altón ejemplar de Juampedro que abrió plaza. Abrevió el de La Puebla ante la que creemos fue corta arrancada del animal y lo poco cómodo del asunto. No era su momento. Ni el nuestro.
El cuarto apenas arrancó el viaje, pegado al suelo, remolón, asqueado de su bravura que la sentía tan lejana que no quería dar ni media embestida buena a la muleta de Morante. La gente pitó cuando el de La Puebla se perfiló para matarlo, pero había poco que hacer que no fuera perder el preciado tiempo. Entre medias, entre tanto, se lio en el Ocho. Un espectador tiró una almohadilla al ruedo, veníamos del bochornoso espectáculo del día de Paco Ureña bajo la lluvia y fue el propio tendido el que protestó hasta que lo echaron. El ruedo es terreno sagrado y así debe ser hasta el final. No lugar de protestas. Esto es otra cosa y se rige por código éticos. La plaza se encargó de defenderlos. Esos y otros que parecían perdidos, como el del propio toro bravo, también cuando acabó el festejo.
Ortega arrancó tres verónicas al segundo toro detenidas. Qué tempo. Bestia. Fueron así dos delantales con toda la personalidad del mundo, que quedaron ahí a pesar de querer dar continuidad al ver que el Juampedro acudía con todo. A las cuadrillas no se lo llegó a poner fácil y la suavidad de la muleta de Juan se encontró con embestidas por dentro, con malas ideas y sin poder.
Suavón y soso fue el quinto. Así la lidia de Ortega. Ni sí ni no. Ni frío ni calor.
Iván García le sopló dos pares buenos de banderillas al tercero, que era un pedazo toro de grande. Tuvo un pitón derecho potable y Aguado lo enseñó. El problema es que la distancia a la que se pasó al toro hacía imposible cualquier atisbo de triunfo o emoción. Al natural el toro embestía más feo y los muletazos se le ensuciaron todos, sin excepción. No estaba en el sitio Aguado. Madrid es mucha tela que cortar. A menos fue el sexto, cuando el festejo ya se había alzado con todas las letras como un «petardo». La de Juan Pedro no está en buen momento, pero se la repite y elige una y otra vez. Una y otra vez. Una y otra vez... Zzzzzz. Cómplices todos.