La inmensidad de un lance de Juan Ortega para entrar en la condena
Deslucido encierro de El Pilar en la Feria de Otoño de Madrid
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«Hoy torea Juan Ortega y es lo más importante en España», había leído al columnista de Abc José F. Peláez. Y no le faltaba razón. Ni gota de viento y un día esplendido en estas extrañas fechas de Otoño. Era el día y la hora. O así lo queríamos pensar en la temporada en la que Juan Ortega se ha hecho dueño de un mundo propio que nos pertenece a todos: el sentido último de la tauromaquia en su esencia, despojado del aliño inútil, en un manejo de los tiempos revolucionarios donde la desnudez de la tauromaquia aboca a quedarse y abandonarse. «Ortega me ha hecho viajar», decía el ganadero Álvaro Núñez, y en su caso no viene de cerca. El año en el que se quedó fuera de Madrid allá por San Isidro, la temporada rara en la que Morante ha cortado campaña y el revuelo a su alrededor nos trae oscuridad aunque todavía nos quede el manto del invierno. Por todas esas cosas, la tarde en la que se anunciaban Ortega y Aguado, que venía de encontrarse con esas condiciones tan innatas en Sevilla, ilusionaba. Ir a Madrid no era un paseo sino un acto de fe, de reconciliación con las pasiones verdaderas.
Cuando Juan Ortega salió a hacer el quite estaba el primer toro en ese impasse de salir de la suerte de varas y tomó el primer lance por arriba. Una bruma de dudas resuelta con un huracán de torería. A golpe de torear con los vuelos y buscar en el alma el ritmo del toro dibujó tres o cuatro verónicas descomunales. En la tercera el toro no debía saber si seguía al paso o se había detenido. Fue "la verónica". Era el turno de Damián Castaño, que sustituía a Daniel Luque, que no acaba de reponerse. La otra cara de esta historia por la que la línea divisoria entre tendido y ruedo es infranqueable. El toro tuvo buenas condiciones, la nobleza y la repetición entre ellas. La faena de Damián tuvo tanta voluntad como asperezas. Rabia sorteo.
Y casi ahí con ese primero cerramos de un portazo la puerta a la tarde. La corrida de El Pilar, que no venía bien presentada, fue apagando la mecha.
No apoyaba bien de salida el segundo. Mal augurio. Y se cumplió. El toro mostró más pronto que tarde poca ganas de empujar detrás de los engaños y cuando llegó la hora de la verdad de Juan Ortega había poco que hacer. Desfondado y descastado el animal. Lo mató al primer encuentro. No era poco.
Ya se quedaba el tercero en el saludo de capa, como quien renquea y los lances de Aguado tuvieron la belleza de los tiempos, parecían como imposibles. Mirón llegó a la muleta, irregular el toro y con poco fondo. Le costó construir a Aguado en una faena larga y por fuera.
Iba y venía con nobleza el cuarto, pero los ánimos ya nos habían devorado. Castaño lo intentó, pero no pegó ni uno y el desánimo ya nos había devorado.
Algo así le debió pasar a Juan Ortega en el quinto, aunque fue capaz de mantener la cabeza centrada y pelearlo hasta el final. No importó mucho. El poco fondo del toro, que acudía a la muleta sin ningún ritmo no nos hizo cambiar el rumbo.
Aguado pegó dos varas largas al sexto que se protestó por falta de remate. Y era verdad. El toro llegó al último tercio con los fusibles apagados. ¿O eran los nuestros? Hacía tiempo que se nos había apagado la luz. Los furtivos intentos de Aguado casaban mal. La bajona era de las grandes. Qué lejos quedaba aquella verónica de Ortega que parecía haber sido el preámbulo de una condena.
Madrid. Feria de Otoño. Se lidiaron toros de la ganadería de El Pilar, sin el remate de esta plaza. El 1º, noble, con ritmo y repetición; 2º, descastado y sin fondo; 3º, mirón y sin entrega; 4º, noble, va y viene con ritmo; 5, descastado y sin clase; 6, desfondado. Lleno en los tendidos.
Damián Castaño, de azul y oro, estocada, descabello (silencio); estocada delantera (silencio).
Juan Ortega, de rosa palo y oro, estocada (silencio); pinchazo, estocada (silencio).
Pablo Aguado, de nazareno y oro, media, aviso, tres descabellos (silencio); estocada corta abajo (silencio).