Venus en Roma
Fellini convirtió a Anita Ekberg en la Venus erótica y urbana del siglo XX; una Eva pagana y frivolona que despertó a Europa de su prolongado letargo posbélico y, de paso, descubría al mundo una nueva talla de pecho. El cineasta italiano hizo de aquel mito sueco una diosa mediterránea, irreverente, nocturna, elegantemente vulgar en su exhibicionismo, pero capaz de bautizar en las aguas de la Fontana de Trevi a un atónito Marcello Mastroianni. Ekberg era el ángel caído y sensual de «La dolce vita». Su aparición cinematográfica anunciaba un tiempo distinto, más banal, distendido y vacuo; lleno de turistas, vespas, escotes, brindis y destapes espontáneos. Se abría la época de las noches desinhibidas en terrazas y áticos cargadas de champán y vino, risas, infidelidades y romances: todo era un guateque. Las duquesas flirteaban con los «paparazzis» (el nombre proviene de uno de los personajes de este filme), las viudas herederas se dejaban embaucar por el encanto de los jóvenes, los nobles coqueteaban con merceras de rodillas huesudas y las revistas de cotilleos, con sus rumores y fotografías, no eran más que la encarnación del pecado de siempre, pero sublimado en papel couché y puesto al servicio del común. La vida resultaba una fiesta perpetua, pero sin renunciar a lo culto, a la distinción, a cierto dandismo intelectual, incluso en sus bajezas y decrepitudes más evidentes; en las derrotas inevitables, inmediatas, que trae lo cotidiano. Lo que rodó Fellini no fue más que el «Decamerón» de ese instante fugaz; el retrato en blanco y negro de ese periodo nuevo que venía ya empreñado de muerte y decadencia, pero disimulado con largos paseos a través de las calles y ruinas de Roma. Paolo Sorrentino volvía a ese paisaje perdido, como el Paraíso de Milton, en «La gran belleza» para contar que ahí siguen esos personajes: el escritor al que no le sale la novela, el periodista venido a menos, el duque sin un chavo, los amores de prostíbulo, los arribistas, los pillos, los ricachones engañados por fulanas, los estafadores sentimentales, los modernos vendidos a la ideología de un partido o una causa y esos fiestones montados en las azoteas –ahora iluminados por el neón de los anuncios publicitarios y animados por música de discoteca– que continúan sirviendo copas hasta que sobreviene el alba o el último borracho encuentra saciada la sed. Sin embargo, nada es lo mismo. Quizá porque, al final, lo que ha quedado atrás es la inocencia, el momento decisivo del deslumbramiento.