Montañismo
Buhl: agonía y éxtasis en el Nanga Parbat
Se cumplen 70 años de la épica ascensión en solitario del alpinista austriaco a la «montaña asesina» en 1953, el primer ochomil que fue ascendido sin oxígeno
Las primeras ascensiones a los ochomiles están repletas de ejemplos de tesón y de superación de las adversidades, pero ninguno tan épico como la conquista del Nanga Parbat (8.125 metros) por el austriaco Hermann Buhl el 3 de julio de 1953, un desafío solitario y en contra de las órdenes del jefe de la expedición que enterró el sentido común para burlar a la muerte y protagonizar una gesta sin precedentes. Apenas un mes antes, Edmund Hillary y Tenzing Norgay habían hollado la cima del Everest –de hecho, Buhl se enteró de la noticia ya en la montaña–.
Era el tercer ochomil, el primero sin oxígeno, en el que el ser humano había puesto un pie en la cumbre pero, sobre todo, la hazaña del menudo montañero tirolés, nacido en Innsbruck en 1924, suponía un alivio para los alemanes: la «montaña asesina» se había convertido en toda una obsesión, sobre todo para el régimen nazi, tras una sucesión de catástrofes que habían costado casi una treintena de vidas, incluida la de Willy Merkl, hermanastro del férreo doctor Herrligkoffer, al mando de ese nuevo intento de 1953 pese a que, como apuntaría el propio Buhl en su autobiografía, desde el punto de vista montañero era «una hoja por completo en blanco».
Imposible no leer el relato que hace el alpinista austríaco en «Del Tirol al Nanga Parbat» (Desnivel) de esas 41 horas en las que libró una titánica lucha contra la lógica y no estremecerse ante el cúmulo de adversidades que tuvo que superar para alcanzar el mayúsculo desafío. Porque el triunfo de Buhl es el triunfo de la voluntad, la de un niño «tan delicado, tan enclenque», que nada hacía presagiar un gran alpinista. «Parecía absurdo que yo quisiera ser montañero –escribió–, que en mí ardiese un inextinguible fuego de entusiasmo por el mundo de las cumbres». Y vaya si ardió, pues al Nanga Parbat sumaría la primera absoluta a otro ochomil, el Broad Peak, antes de que en el Chogolisa su huella se perdiese para siempre a los 32 años.
"¡Todo el mundo abajo!"
Porque a Herman Buhl le ordenaron darse la vuelta. «¡Todo el mundo abajo!», les apremiaron desde el campamento base el último día de junio antes los vaivenes del barómetros, que anunciaba un inminente cambio de tiempo. Pero cuatro escaladores y otros tantos porteadores desoyen las órdenes y continúan subiendo al campamento IV.
Ya en el campamento superior, a unos 6.900 metros de altura, Buhl se queda solo con uno de sus compañeros. Todavía les separan de la cima 1.200 metros de desnivel y unos seis kilómetros de duro esfuerzo, un desafío sin precedentes en los ochomiles en aquel momento. «¡Tenemos que intentarlo!».
La madrugada del 3 de julio, el alpinista tirolés ya está en pie a la una. Tras intentar sin éxito arrastrar a su compañero, a las dos y media de la madrugada Buhl da los primeros pasos de una gesta que quedaría enmarcada en los anales del alpinismo. Por encima de él, la nada; por debajo, la comunicación con el campo base cortada y los campamentos intermedios, vacíos. Es el desafío de un hombre frente a la montaña, el pulso de la tenacidad ante el vaticinio más funesto que alpinista alguno haya afrontado.
Antes de alcanzar los 7.800 metros, por debajo de la antecima, abandona la mochila para aligerar el peso, pero se olvida dentro su jersey grueso. «Ya no me quedan energías para retroceder esos pasos». Otto, su compañero, que ha seguido su huella durante unas horas, ha desistido ya. Los síntomas de agotamiento empiezan a hacer mella en su exhausto cuerpo, pero persiste en su empeño porque «tengo el hábito de no cejar ante el objetivo».
"Lo único que quiero es volver"
Sobreponiéndose a un «cansancio monstruoso», dando boqueadas en busca de oxígeno, en los últimos metros solo lleva encima el piolet, los banderines de cima y su cámara de fotos. «Como en una especie de autohipnosis, me muevo hacia adelante». Alcanza la cima casi anocheciendo, a las siete de la tarde, tras 17 horas de esfuerzo en solitario. «Cada paso fue un combate, un indescriptible esfuerzo de voluntad», reconocería después.
Tras media hora en la cumbre y unas cuantas fotos, toca descender. En la cima deja el piolet con la bandera de Pakistán como prueba de su ascensión. En el bolsillo lleva una piedrecilla para su mujer. «Lo único que quiero es volver al valle, a los humanos, a la vida».
Cuando la noche se le echa encima, se ve obligado a vivaquear a ochomil metros y 20 grados bajo cero, sin tan siquiera una cuerda para asegurarse. Con la luz del alba, sigue descendiendo con un solo crampón y los dedos de los pies congelados. La sed le tortura. Escucha voces, tiene la sensación de que un compañero invisible camina junto a él y le protege. Busca su mochila desesperadamente y al final la encuentra. Engulle unas pastillas de glucosa.
El juramento a los muertos
La necesidad de evitar una segunda noche al raso le estimula a seguir. «Ya no soy yo, solo una sombra». Divisa las tiendas del campamento que abandonó hace casi dos días. No puede más. Se siente «completamente vaciado». Recuerda entonces que había metido en la mochila, «para caso de emergencia absoluta», unas pastillas de Pervitin, un estimulante anfetamínico de uso corriente entre los soldados alemanes en la Segunda Guerra Mundial (en la actualidad prohibido en el deporte de competición). Se traga tres tabletas «como si fueran virutas de madera». Apenas dos horas después, se reencuentra por fin con sus compañeros, ya a punto de descender al campamento base dándole por muerto. Buhl, que parecía haber envejecido años, ni siquiera puede pronunciar palabra. «Hay momentos en que no es ninguna vergüenza que los hombres lloren...».
La bienvenida en el campamento base es fría, salvo en el caso de los sherpas. Al fin y al cabo, ha desafiado las órdenes del temible Herrligkoffer. Con los dedos aún congelados, tiene que pasar a máquina el relato de su ascensión, que le parece «completamente irreal».
Una gran montaña, un ochomil, escribió después, «no se deja conquistar sin máximos riesgos personales». No actuó como un loco, se defendió, simplemente en él ardía una llama imperecedera, «el juramento a la montaña y a los muertos: intentar cuanto nuestras fuerzas pudiesen».
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