Boxeo

Campos de fuerza

La Razón
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Cualquiera que se haya subido a un ring sabe que un minuto dura más de sesenta segundos.

Con los dientes apretados no se siente hambre. Pacquiao lo entendió cuando mordió su primer bucal. Y no ha dejado de hacerlo hasta hoy. En las calles de Manila existen dos clases de chicos: los que alargan la mano para recoger la caridad de unas monedas escupidas con desprecio y los que las cierran para ganar dos dólares. Descubrió muy pronto que los puños, como las películas, también amasan sueños, y que la mejor manera de evitar los golpes es pelear a fondo. Cualquiera que haya subido a un ring sabe que un minuto dura más de sesenta segundos y que tres resultan una eternidad. El tiempo avanza a una velocidad diferente en un cuadrilátero; el segundero ahí arriba obedece a un «tempo» distinto. Una realidad que él ya conocía a la edad que otros muchachos empezaban a leer las manecillas del reloj. Mientras los profesores enseñaban en la escuela que el mundo era redondo, a Manny le contaron que también podía ser cuadrado, finito, de unas medidas poéticamente concretas, privado de la eterna libertad que proporciona la superficie de un cuerpo esférico. Descubrió que en ese universo sin curvas, de esquinas y ángulos rectos, el único sitio donde lo irracional resulta coherente y se puede avanzar retrocediendo, él se desplazaba sin esfuerzos, con la atlética comodidad que proporciona comer una sola vez al día. Así nacía el tiburón de Filipinas, el devorador de peleadores mexicanos.

El boxeo va contra la lógica de la civilización: cuando las sociedades condenan la violencia, el pugilismo te dice «golpea». Noman Mailer lo contó. La lona es el único lugar de la Tierra donde un corredor del maratón se queda sin oxígeno antes de que sus piernas sumen un centenar de metros. La pelea esencial de un púgil es contra las lecciones asumidas desde la infancia, contra los mandamientos bíblicos de la sociedades laicas: hay que alejarse del dolor, no debes pelearte, no se hace daño al prójimo. El credo de la convivencia. Las buenaventuranzas hipster de la conciencia. Un atleta sólo debe ejercitarse; un boxeador además tiene que tragarse una moral, «La Encyclopédie» entera, desde la edición de Diderot y D’Alembert. Un saltador de vallas puede ser un buen «amateur», pero en el cuadrilátero sólo han triunfado chicos que han aprendido a beber en el barro, no los hijos de Jean-Paul Sartre.

Aquí triunfan tipos como Floyd Mayweather Junior, el Glenn Gould del boxeo: nieto de un púgil, hijo de otro. Un muchacho que comenzó a andar saltando a la comba. Su primer combate lo disputó contra la pistola de un fulano que encañonó a su padre. Aquel altercado le vacunó contra la escarapela del miedo. Siempre infunde tranquilidad reconocer que el Sonny Liston que aguarda en el rincón opuesto jamás podrá ser Wyatt Earp. Hasta hoy, los guantes no esconden balas en la recámara. Cuando te ha criado un noqueador, te conciencias de ciertos valores primordiales. Uno: la bandera de las barras y estrellas no es rectangular, tiene forma de dólar. Dos: para qué quieres conocer a Virginia Woolf si puedes robarle Ava Gardner al bueno de Frank. Tres: la ciudad de Las Vegas no es fea.

Mayweather fue de esos estudiantes que acudió al colegio para aprender a reconocer los números en los talonarios al portador. Sus letras no pasan de la rúbrica escueta de la firma y sus matemáticas son básicas, pero sobresalientes. Aprendió a sumar con el uno-dos. Hoy es el rey de las dieciséis cuerdas y posee el récord de 47 combates invicto, 26 por K.O. Sin duda, Einstein llegó más lejos, pero también es cierto que su cuenta bancaria presentaba la anemia de una modelo. Mayweather gasta los modales de estética rapera de la MTV. Ha recorrido mundo, pero se ve que el chaval todavía no ha salido de su barrio. Dicen que aún le gustan las barbies de los pósters. Y, también, que ya no necesita comprarse las fotografías: directamente las paga a ellas. Se mueve como un genio en las aguas mediáticas de la frivolidad. Le encanta la polémica. Es un bocazas, aunque no tenga demasiado de qué hablar. «Pretty Boy» sólo es serio, cartesiano como la mente de un ajedrecista, en el ring. En un ambiente donde las tablas de multiplicar son una pesadilla, él resuelve raíces cuadradas. No lanza puños, sino vectores. Más que fintar, traza ángulos. Pelea con una masónica perfección. Lo que le hace sudar son las cuentas de su cabeza, no el adversario.

El combate de Pacquiao y Mayweather es un revival en la lona de la gélida rivalidad que unió a Spasski y Fisher en Reykijavik. Un campo de fuerza donde uno acude con el corazón y otro, con las reglas y compases de una técnica brillante, bruñida por las oportunidades educativas que siempre ofrece la riqueza. La épica de Héctor y Aquiles en el siglo XXI. El filipino ascenderá por la escalerilla del ring con un entrenador avejentado y el odio de todos los mexicanos que ha humillado, pero con la izquierda de Hércules como baza; el norteamericano cuenta con el aplauso de los inmigrantes hispanos y la mentalidad imprevisible de una calculadora humana. Comentan que también se ha comprado un protector de diamantes para que nadie le desfigure su sonrisa de intocable. Si no es Gay Talese, alguien debería advertirle a este chico que un bucal previene la rotura de los dientes, no «protege a un boxeador del K.O.».