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Opinión

Los Juegos de París o cuando hasta el dolor fue bonito

Los Juegos más vistosos de la historia concluyeron sin que España se moviese del lugar que ocupa en el medallero desde 1996

En Resumen
Carolina Marín llora tras sufrir la lesión en semifinales Miguel GutiérrezEFE

Los Juegos Olímpicos son maravillosos por su carácter fugaz y esquivo, como esas amantes demasiado sensatas que, al final del cuento, prefieren irse al extrarradio a cambiar pañales que escaparse un fin de semana a, por ejemplo, París. Mi compadre Alberto los define como uno de los cinco mejores inventos de la Humanidad –excusarán que omitamos los otros cuatro para evitar vernos con los grilletes puestos–, un acontecimiento tan increíble que desata pasiones masoquistas como las del domingo, negro, 4 de agosto. ¡Cuánto dolor sentimos! ¡Qué bonito fue!

Con el café en la mano, oímos el chasquido de la rodilla de Carolina Marín cuando le faltaban diez minutos para asegurarse la plata, que olía a oro que tiraba de espaldas. Al mediodía, lloraba desconsolado Carlos Alcaraz, espléndido subcampeón pero impotente ante la exhibición de un Novak Djokovic trascendido. Por la tarde, se fundía el hielo interior de Jon Rahm, un elegido, alguien reputado como inmune a los derrumbes en tres hoyos que resquebrajan las carreras de muchos golfistas. En esas pocas horas, se jodió la previsión optimista del medallero español. Y, sin embargo, la fragilidad de esas tres superestrellas incrementó la admiración que causan aquí y, sobre todo, en el extranjero. Son talentosos, son célebres, son campeones, son ricos… y son vulnerables y se lesionan y dudan y se desesperan cuando no pueden con otro que, ese día, es mejor que ellos.

La pérdida de esos tres títulos que en las previsiones se daban como «seguros» (¡qué barbaridad!) engendró una dinámica negativa en la delegación española que, una semana después, ha terminado en el lugar que ocupa desde la borrachera dorada de Barcelona 92. Desde Atlanta 96, España promedia 4,3 oros (35 totales) y 17,3 medallas (139 totales), es decir, que los cinco oros y las 18 medallas de París están muy levemente por encima de la media. Lo de siempre, o sea, aunque con la sensación de que casi todas las federaciones –con excepciones sangrantes como la de natación– envían equipos que ascienden en la jerarquía internacional a pesar de que el entorno es cada vez más competitivo.

Luego, está la trampita contable del «récord de medallas de Barcelona», que fueron 22 y que se celebrará con mucho alborozo y sin razón ninguna el día en que se supere, quizá en Los Ángeles. Era una buena oportunidad ésta debido a la ausencia de Rusia –una potencia perenne en marcha y natación sincronizada– y, sobre todo, porque en 1992 se celebraron 261 eventos mientras que en París se han disputado 329 competiciones. Cuando España organizó los Juegos, sacó trece oros y fue sexta en el medallero final, con la Unión Soviética (Equipo Unificado) por delante. Es un resultado irrepetible o, el menos, que no contemplará nuestra generación. Pero, ¿a quién le importan cuatro o cinco puestos en una tabla cuando se ha llenado durante dos semanas los ojos de imágenes alucinantes y el alma de emociones inolvidables? No desperdicien la vida, amigos, contando los oros de Uzbekistán.