Opinión
Un impuesto, una pataleta, una represalia o una necesidad
En algunos medios de prensa aparecen dos noticias enfrentadas: el nuevo impuesto a los ricos y el Impuesto sobre el Patrimonio
Creo que, gráficamente, esa circunstancia muestra un elemento sustancial: de una u otra manera se señala que hay que gravar específicamente a un grupo de contribuyentes, bien a través de un viejo conocido que ha soportado el paso del tiempo (con altibajos, con desapariciones temporales fácticas, pero sin ser nunca derogado), bien a través de una nueva figura que se ha dado en llamar “impuesto a los ricos”, pero que, tal y como se nos presenta en estos días –y al margen de algo más serio y profundo: la creación ex novo de una nueva figura impositiva como es el Impuesto sobre las Grandes Fortunas-, no deja de ser una simple modulación en la escala de gravamen del IRPF, tal y como ha ocurrido en los últimos años respecto de determinados tramos de renta.
Por otro lado, la figura surge como una posible medida recentralizadora o armonizadora: ante las rebajas fiscales en IRPF, en el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones y, ahora, particularmente, en el Impuesto sobre el Patrimonio, acometidas o anunciadas por diversas Comunidades Autónomas, a través del recargo temporal sobre determinados niveles de renta se pretende introducir una medida de aplicación general sobre la base imponible del ahorro en el IRPF, sobre la que las Comunidades Autónomas no tienen ninguna competencia normativa, evitando de ese modo la competencia fiscal –a la baja- entre tales Comunidades.
¿Se trata de una medida recaudatoria, redistributiva –como corresponde teóricamente a los impuestos- o de una medida que, además, posea un cierto tinte electoral en tiempos de consultas populares? ¿O de una medida que desactive desacuerdos y desencuentros en el seno del gobierno de coalición? En mi humilde opinión, se trata, al menos, de todo eso a la vez y, además, aderezada de una cierta tendencia ante la situación inflacionista actual, ante las medidas fiscales derivadas de la crisis de 2008 –que aún colea-, de la más reciente crisis de la COVID-19 y ante las propuestas similares producidas en algunos países de nuestro entorno (con la poderosa Francia de Macron entre ellos).
No olvido algo que conviene tener en cuenta: la Administración Tributaria posee abundante y actualizada información sobre bienes y derechos en el territorio nacional y en el extranjero. Esa información procede, entre otras fuentes, del modelo 720 presentado por los contribuyentes (declaración de bienes y derechos en el extranjero) desde hace diez años, de los modelos 289 y 290, de rentas del capital mobiliario generadas en más de cien países y jurisdicciones fiscales, o con datos procedentes de notarios y registradores en relación con adquisiciones y transmisiones, entre otras fuentes.
Con esa información, sin duda, es más fácil gestionar tributos patrimoniales o sobre rendimientos obtenidos, como pueda ser ahora la aplicación de las nuevas figuras impositivas sobre las que hablamos. Y con esa información, además, es más difícil aplicar por el contribuyente medidas de deslocalización fiscal, real o ficticia. Sin embargo, en estos momentos, tampoco podemos olvidar dos cuestiones: por un lado, modificar algunos aspectos propios de los tributos es posible a través, simplemente, de una Ley de Presupuestos Generales del Estado. Por ejemplo, modificar las escalas o los tipos de gravamen. Eso parece que es lo que se apunta y debate estos días. Pero otra cosa es crear un tributo nuevo o modificar los elementos estructurales básicos de un tributo: eso requiere la promulgación de una Ley, con lo que ello conlleva, tanto en procedimientos legislativos aplicados a un proyecto de ley, como en tiempo.
El Impuesto sobre Grandes Fortunas, en consecuencia, puede no estar aprobado en esta legislatura, si las cosas se hacen bien. Y, además, su propia existencia es muy compleja: no pueden existir dos impuestos que graven el mismo hecho imponible, no pueden existir supuestos de doble imposición, por lo que, de aprobarse este impuesto, debería derogarse el Impuesto sobre el Patrimonio.
Aquí surge otra cuestión profunda: ¿qué competencias tendrían sobre él las Comunidades Autónomas? ¿Sería un impuesto estatal puro? ¿Sería un supuesto de recentralización o armonización? El debate es interesante, al menos por lo que tiene de política económica o de economía política.
El hecho de que el gravamen complementario en la base imponible del ahorro (es decir, la compuesta por rendimientos del capital mobiliario y por ganancias patrimoniales generadas por transmisión de bienes o derechos) sea temporal apunta, igualmente, a la necesidad de ganar tiempo en tanto se configura, diseña y aprueba, en su caso, el Impuesto sobre Grandes Fortunas. ¿O es una respuesta temporal, puntual, a una necesidad también temporal, puntual, coyuntural, como la que atravesamos? ¿Se pretende con ello solo apuntalar las medidas anti déficit público? ¿Es algo similar al “recargo de solidaridad” de 2011, bajo el equipo del ministro Montoro, pero exclusivamente sobre los más acaudalados? Y, finalmente ¿sería verdaderamente significativa la recaudación con una medida que afectaría a “unos pocos” o se trata de una operación de cosmética? ¿Generará localizaciones o deslocalizaciones fiscales? La recaudación del Impuesto sobre el Patrimonio, por ejemplo, se ha mostrado desde su implantación como muy poco significativa para las arcas públicas nacionales y autonómicas. Basta con mirar las estadísticas que publican nuestras autoridades fiscales.
Fernando Jesús Santiago Ollero es presidente del Consejo General de los Colegios de Gestores Administrativos
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