Editoriales
El feminismo, rehén de esta izquierda
Las manifestaciones que hoy se celebran en Madrid y en otras ciudades españolas se han convertido en territorio hostil para todas aquellas personas que no comulgan con la nueva ortodoxia totalizante.
No es cuestión de regatear el papel de la izquierda comunista en la lucha por la igualdad de derechos de la mujer, pero, tampoco, de adjudicarle en exclusiva un patrimonio que pertenece a todos. De hecho, tras el triunfo de la Revolución de Octubre en Rusia, que había venido precedida por la revuelta de las mujeres contra la guerra que estalló el 23 de febrero de 1917, que en el calendario gregoriano se corresponde con el 8 de marzo, el Partido Comunista en el poder mantuvo un doble lenguaje con respecto a la posición de las mujeres en la estructura política y social del nuevo sistema, cuestión, si se nos permite, que quedaría en un segundo plano ante la aniquilación general de los derechos humanos por parte del régimen.
Pero fue tras la caída del muro de Berlín, con la inevitable pérdida de las bases ideológicas del socialismo europeo, traducida, a la postre, en la práctica desaparición de una socialdemocracia cuyas formulaciones en el campo económico y social se habían diluido en las realidades triunfantes del fenómeno del libre mercado y la globalización, cuando esa misma izquierda, ya decimos que huérfana de referentes, busca en el feminismo radical, como antes en la ecología, un instrumento diferenciador, un nuevo factor de confrontación social y pulsión maniquea. De ahí, que la fecha del 8 de marzo, –instituida por la ONU como el «Día internacional de la Mujer» en el ya lejano 1975– se haya convertido hoy, al menos en España, en una efemérides excluyente para muchas personas de buena fe, que, sin embargo, comparten los principios esenciales de igualdad y libertad.
Es más, la radicalización populista de los mensajes y la, seguramente, inadvertida confusión entre el ámbito puramente sexual de la persona y el género, ha fragmentado el feminismo clásico, de larga data, como demuestra el rechazo con el que ha sido acogida por algunas de las organizaciones más veteranas de defensa de los derechos de la mujer la pretendida reforma legal planteada por el Ministerio de Igualdad que dirige Irene Montero. No se trata sólo de las normales reacciones ante una propuesta deficiente, que, desde el desconocimiento de la técnica legislativa, compromete valores que la Ley nunca puede contraponer, como son la libertad sexual y la seguridad jurídica, sino del rechazo a una interpretación del feminismo que, a modo de cajón de sastre, incorpora el concepto general de la diversidad como si fuera el mismo sujeto.
Todo ello, envuelto en un lenguaje agresivo y unas actitudes sectarias que consiguen, lisa y llanamente, expulsar del debate cualquier aproximación que no se ajuste al canon feminista que se quiere imponer y que olvida demasiadas veces que hombres y mujeres son, por encima de todo, ciudadanos libres. Sin justificar reacciones exageradas, que las hay, lo cierto es que las manifestaciones que hoy se celebran en Madrid y en otras ciudades españolas, se han convertido en territorio hostil para todas aquellas personas que no comulgan con la nueva ortodoxia dictada por esa izquierda radical que pretende aprovecharse de un terreno de juego que intuye incómodo para el adversario político, –especialmente para el PP y Cs, obviando el peso que tienen las mujeres en las respectivas estructuras de ambas formaciones–, pero que sólo lo es en la medida de la apropiación totalitaria del mismo.
Pero no. La cuestión de fondo, en la que la inmensa mayoría de los españoles de está de acuerdo, es que la mujer, con mayor o menor incidencia según la parte del mundo en el que habite, aún sufre desigualdades en el campo salarial y en la representación política y empresarial. Que muchas, 2.000 millones según la ONU, no tienen las mismas opciones laborales que los hombres y que sufren intolerables violencias por razón de género. De eso trata el día de hoy.
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